Por Víctor Montoya
Pablo Bocanegra no volvió a ser feliz desde el día
en que uno de sus amigos le contó que su concubina, una mujer de 25 años de
edad, cosmetóloga de profesión y buena presencia física, mantenía relaciones
sentimentales con otro hombre.
En un principio, él no se lo creyó porque estaba
seguro de que ella era incapaz de ponerle cuernos y, mucho menos, burlarse de su
persona. La mantenía en jaque con sus celos y nunca la dejaba salir sola.
Sin embargo, con el transcurso del tiempo, la duda
se le caló en la mente y, presto a comprobar la infidelidad con sus propios
ojos, decidió aguaitarla a hurtadillas, sin que ella se diera cuenta.
Así fue como una tarde, a poco de salir del trabajo,
se dirigió a la tienda de cosméticos, donde su concubina ejercía su profesión a
cambio de un sueldo que apenas le alcanzaba para comprarse algunas prendas
atractivas, como toda mujer que presume de su profesión y su belleza.
Cuando Pablo Bocanegra llegó a las proximidades de
la tienda, se detuvo en una esquina y, escondiéndose en el portal de un
edificio a media construcción, vio que su concubina estaba con el hombro
arrimado contra el marco de la puerta, conversando con un hombre desconocido
que, por su aspecto elegante y el modo de mover las manos al hablar, parecía un
empleado público de alto rango. La infidelidad se le hizo mucho más evidente
cuando ella se despidió del hombre con gestos de coquetería y estampándole un
beso en los labios.
Pablo Bocanegra, como nunca antes en sus 30 años de
vida, sintió una llamarada de celos que le hizo hervir la sangre, mientras las
ideas más aberrantes le atravesaban por la mente. Tanta fue su desilusión que,
en un cerrar de ojos, la confianza que tenía depositada en ella se le vino abajo
como un muro de hormigón armado. Lo más grave es que, presa de un arrebato de
celos, concibió la espeluznante idea de acabar con la existencia de su
concubina, quien alguna vez le robó el corazón, prometiéndole fidelidad y amor
eterno.
Cuando Pablo Bocanegra retornó a su domicilio, con
la autoestima arrastrándose por los suelos y el corazón hecho pedazos, esperó
con los nervios de punta la hora en que debía consumar el crimen, con
premeditación, ventaja y ensañamiento.
Así fue, ni bien ella retornó del trabajo y cruzó el
dintel de la puerta, la cogió por los cabellos y, entre gritos e insultos, la
zarandeó como a una muñeca de trapo. La golpeó con puños y patadas, causándole
severas lesiones en la cara y el cuerpo. El ensañamiento no tuvo límites.
Incluso después de que la cosmetóloga yacía en el piso, de cúbito dorsal y suplicando
piedad, el agresor seguía propinándole golpes de manera brutal y sin dar
tregua, hasta que perdió el aliento y se le fueron las fuerzas.
Entonces, no conforme con la brutalidad con que la
atacó, entró en la cocina y empuñó un cuchillo con la firme decisión de acabar
con la existencia de quien más amó en la vida. La levantó por los cabellos, la
puso de pie y, mirándola con el rostro desencajado por la furia, le asestó
varias cuchilladas, hasta que una de ellas le alcanzó en el corazón y le causó
la repentina muerte.
Consumado el
espantoso crimen desencadenado
por los celos salvajes, Pablo
Bocanegra, con las ropas salpicadas por la sangre, se quedó de cuclillas junto
al cadáver, cabizbajo, mordiéndose los labios y con una sensación de
arrepentimiento devorándole las entrañas. Luego se incorporó, tiró el cuchillo
por los aires, se cubrió el rostro con ambas manos y gritó entre sollozos:
–¡La he matado! ¡La he matado!...
Horas más tarde, incapaz de soportar la angustia y
el cargo de conciencia que le pesaba como una enorme lápida en la espalda, optó
por entregarse a la Fuerza Especial de Lucha Contra el Crimen (FELCC), donde
confesó su delito temblando como un perro apaleado.
Los efectivos de la FELCC, al verlo con las manos y
ropas ensangrentadas, lo detuvieron como al presunto asesino de su pareja
sentimental, a quien le privó de la vida por mantener una secreta relación con
otro hombre. Lo cogieron por los brazos, lo metieron en una de las oficinas y,
al cabo de tomarle las primeras declaraciones formales, lo derivaron a la
cárcel de Chonchocoro, a la espera de que las autoridades de la fiscalía
procedieran con las averiguaciones y el juicio oral correspondientes, bajo la
imputación de feminicidio agravado.
Se supo también que horas antes del crimen, los
efectivos de la FELCC habían sido alarmados por una llamada anónima. El mensaje
decía que en el segundo piso de un apartamento, ubicado en la zona 16 de Julio
de El Alto, se estaba suscitando una pelea conyugal, ya que la víctima pedía
auxilio, mientras su agresor, entre gritos e insultos, repetía una y otra vez:
–¡Puta, carajo!... ¡Eres una puta!...
Cuando los efectivos de la FELCC y los peritos de
criminalística acudieron al lugar donde se produjo el sangriento hecho, sobre
las siete y media de la noche, se percataron de que el domicilio era conocido
por ellos, ya que, en reiteradas ocasiones, la misma mujer había denunciado a
su cónyuge por tener un carácter violento y posesivo.
Al ingresar en la habitación, donde estaba la occisa
tendida en medio de un charco de sangre y en posición cúbito pendular atípico,
detectaron que presentaba diversos cortes en los brazos y las piernas; lo que
les hizo suponer que, al fragor de la pelea, ella intentó defenderse de las
cuchilladas que le asestaba su agresor, más conocido como El Matoncito entre
los vecinos, debido a que infundía miedo con su peso muscular y su cara de
pocos amigos.
Los peritos procedieron a recoger las evidencias
para determinar si el móvil del crimen tenía orígenes pasionales. Encontraron
también el cuchillo, con restos de sangre en la hoja de doble filo, el mismo que
formaría parte del expediente como arma homicida.
La cosmetóloga fue trasladada hasta un centro
hospitalario de la ciudad de El Alto, donde pidieron la intervención inmediata
de los paramédicos, los mismos que no pudieron hacer nada, salvo confirmar que
la interna falleció a causa de heridas punzocortantes; tenía hematomas en todo
el cuerpo y, al parecer, los golpes le causaron fisuras en las costillas y una
aspiración masiva de contenido gástrico.
Algunos vecinos manifestaron que Pablo Bocanegra era
conocido por su conducta violenta y que en más de una ocasión le advirtió, a
voz en cuello y remontado en cólera, que la mataría si se enteraba que andaba
con otro hombre; en tanto otros relataron que las discusiones entre la pareja
eran frecuentes y que las peleas se oían a la redonda y a cualquier hora de la noche.
–Ella era una mujer infeliz –contó una vecina–.
Aunque era encantadora, educada y muy guapa, no levantaba la cabeza ni la
mirada. El hombre era un celoso enfermizo. No la dejaba salir y la golpeaba con
violencia; la cogía por las mechas y la metía a empellones por la puerta.
Después sólo se oían los gritos de auxilio y los sollozos…
–El homicida era una persona cerrada como ostra y
tenía aspecto de matón –corroboró otra vecina, quien conocía a la pareja desde
que se mudaron al apartamento contiguo–. Él no tenía amigos ni dirigía la
palabra a nadie; en cambio ella, como acostumbrada a una relación tormentosa,
soportaba las humillaciones y vejaciones de su verdugo.
Según las pesquisas de los efectivos de la FELCC, el
espantoso crimen se debió a que, presuntamente, ella mantenía relaciones con
otro hombre, con quien la vio hablando en la puerta de la tienda de cosméticos donde
trabajaba, y que, al parecer, ése fue el detonante para que Pablo Bocanegra
“cumpliera su promesa de matarla, porque era de él o de nadie más”, como la había
advertido cada vez que sufría de un ataque de celos.
Al culminar el proceso penal, la suerte de Pablo
Bocanegra estaba echada. Fue acusado de ser el autor confeso del abominable
asesinato de su concubina y, de acuerdo a lo establecido por el Código Penal,
fue condenado a una pena máxima de treinta años.
Lo insólito de este feminicidio, que la prensa roja
registró como “crimen pasional”, es que los vecinos de la cosmetóloga empezaron
a escuchar pasos, gritos y sollozos en el apartamento donde convivía la pareja.
Todos aducían al hecho de que la víctima se condenó para vengar su muerte.
Incluso sus colegas, con quienes compartía su trabajo en la tienda, dijeron
que, al día siguiente de su asesinato, la vieron merodeando por las
inmediaciones de la tienda, como si de veras estuviese todavía con vida.
–La cosmetóloga no descansa en paz –comentó una de sus
amigas–, por eso su espíritu sigue entre nosotros, como queriendo advertirnos
de que las mujeres que pierden la vida en manos de sus parejas retornan del más
allá, como fantasmas de ultratumba, para cobrar venganza del hombre que, además
de haberlas martirizado con sus enfermizos celos, acabaron por quitarles la
vida de la manera más cruel que pueda imaginarse.
Pablo Bocanegra, a un mes de haber sido privado de
su libertad, apareció colgado en su celda; estaba desnudo, con la lengua fuera y
los ojos desorbitados; tenía alfileres clavados en los genitales y marcas de
arañazos en el torso. Los guardias del penal de mayor seguridad, apenas
encontraron el cadáver colgado de la viga del techo, no se explicaron de dónde
sacó la cuerda y quién le clavó los alfileres, si nunca recibió visitas desde
el día en que ingresó a la prisión.
Sólo los presos de las celdas contiguas, que no
podían socorrerlo porque estaban bajo llave, dijeron que, a eso de la
medianoche, escucharon un par de golpes secos contra la pared y los gritos de
una mujer, que a ratos se tornaban en rugidos de animal desconocido, hasta que
de pronto retornó la tranquilidad y el silencio. Lo increíble del caso es que
nadie, absolutamente nadie, advirtió la presencia de una mujer a esas horas de
la noche.
Para los reclusos más crédulos del penal, que
recibían la visita de un pastor evangelista los fines de semana y se pasan el
día leyendo las Sagradas Escrituras, no cabía la menor duda de que en la celda
de Pablo Bocanegra se presentó el alma en pena de su concubina, quien retornó
de la muerte para hacer justicia por mano propia y así redimirse de su condición
de condenada.
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