Por: Víctor Montoya
La máquina de la xenofobia y el racismo que hoy ruge en
Europa no es más que el pálido reflejo de una ideología que se mantuvo latente
en el subconsciente colectivo y en el seno de quienes se consideran todavía los
herederos legítimos de una “raza superior”, destinada a dominar sobre las
“razas inferiores”, olvidándose que no existen “razas puras” sobre la faz de la
Tierra, debido a que todas -o casi todas- son el resultado de una mezcla
compleja que se generó a lo largo de la evolución y la historia.
Para los neonazis, que propugnan la “supremacía de la raza
blanca”, la amenaza interior está representada por los deficientes mentales,
discapacitados, “asociales” y todos quienes no se adaptan a las exigencias del
sistema imperante. Se los considera económicamente “improductivos” y, por
consiguiente, se los trata como a una carga para los ciudadanos “sanos” y
“productivos”.
Los neonazis, que en su mayoría crecieron junto al crimen y
la droga, son elementos de escasa formación intelectual y sienten un odio
visceral contra el extranjero. Son fanáticos y están dispuestos a imponer, por
medio de la violencia, la “supremacía del hombre blanco”. Es fácil
identificarlos tanto por sus diatribas como por sus fechorías; tienen la cabeza
rapada, adornan sus ropas con cruces
célticas y cruces de hierro -símbolos prusianos-, usan botas de paracaidistas
con la puntera reforzada con acero, cazadora de piloto americano, pantalón
vaquero ajustado y en el cinturón una hebilla del tamaño de un puño, por si
haga falta golpear al adversario.
Los neonazis, enseñando el saludo hitleriano y gritando:
“¡Sieg Heil!”, atacan sistemáticamente a los inmigrantes o “cabezas negras”, a
quienes son diferentes y suponen que piensan de manera “extraña”. Son jóvenes
cuyos actos delictivos chocan con los derechos a la vida y los más elementales
sentidos de respeto y solidaridad con quienes viven el drama de la inmigración.
Aunque la defensa de los derechos humanos está por encima de
toda consideración social, racial, cultural y religiosa, los grupos neonazis,
secundados por los partidos de extrema derecha, atentan cada vez que pueden
contra estos principios elementales, arguyendo que la conquista del “poder
blanco” pasa por una carnicería humana.
De nada sirvió que la Asamblea General de la Organización de
las Naciones Unidas (ONU) haya declarado el decenio de lucha contra el racismo
y discriminación social entre 1973 y 1983, pues todo parece indicar que la
movilización internacional contra la segregación social y racial no tuvo
efectos duraderos. Ahí tenemos el fantasma del nazismo, que lejos de sucumbir
en sus propias cenizas, vuelve a campear a lo largo y ancho de Europa, con un
ímpetu cada vez mayor y con la firme decisión de hacer prevalecer sus
principios políticos por encima de los principios de la democracia.
Es cierto que no constituyen un movimiento de masas, pero es
cierto también que son un peligro para la democracia y la convivencia social.
Están decididos a proseguir su lucha de manera legal o clandestina, conforme
cumplan con el propósito de establecer una política racista sobre la base de
una concepción que pregona la “supremacía de la raza aria”. Ellos representan a
las fuerzas oscuras de la sociedad en crisis y ellos son los portavoces de una
ideología retorcida que no tolera las diferencias raciales.
Algunos piensan que los neonazis de hoy, a diferencia de lo
que se experimentó en la Alemania de Hitler, carecen de legitimidad política y
fuerza organizativa, y que, por lo tanto, no representan un peligro para la
sociedad. ¡Nada más ingenuo! El hecho de que estos grupúsculos no tengan la
misma fuerza que tuvo el nazismo durante los años treinta y cuarenta, y
merezcan el repudio masivo de los ciudadanos sensatos, no los convierte en
menos peligrosos ni sus actos son menos impactantes; por el contrario, su
insignificancia organizativa los lleva a asumir métodos violentos para concitar
la atención de los medios de comunicación y ganar la adhesión de los sectores
más jóvenes.
La discriminación contra los inmigrantes, que se ha
agudizado en los últimos años, es un fenómeno que, a su vez, ha generado una
revuelta y ha despertado voces encendidas de protesta. Mientras los
representantes de los partidos tradicionales cierran los ojos ante los
atropellos que los neonazis cometen a mano armada, los sectores afectados
asumen la lucha por cuenta propia y se movilizan en procura de frenar la
espiral de violencia y resguardar la seguridad ciudadana.
La prueba está en la rebeldía y el desacato civil que se
manifiestan en las marchas de protesta contra el racismo en las ciudades de la
Unión Europa. Los jóvenes inmigrantes, conscientes de que las instituciones
responsables de garantizar la democracia y la seguridad ciudadana no son ya
capaces de controlar la embestida del neonazismo, asumen la conducta de ganar
las calles, levantar barricadas y resistir contra las fuerzas que golpean desde
la extrema derecha, con una actitud civil digna de ser aplaudida y defendida.
Los inmigrantes, que no se dejan intimidar por las bravatas
ni fechorías de esta pandilla de resentidos sociales, cierran filas en torno a
las organizaciones que no están dispuestas a tolerar el racismo, la exaltación
del “poder blanco” ni la propaganda neonazi que, de cuando en cuando, se
distribuye abiertamente a nombre de la libertad de expresión, aun sabiendo que
el totalitarismo fascista, que reconoce al individuo sólo en la medida en que
sus intereses coinciden con las del Estado absoluto, no tiene lugar en un
sistema político pluralista, basado en el respeto a la diversidad y la
tolerancia.
Aunque la historia del nazismo está esclarecida gracias a
documentos, películas, series televisivas y libros que se han publicado en los
últimos años, los herederos del nazismo niegan haber regado con sangre las
páginas de la historia. Así, un grupo de historiadores, representados por el
británico David Irving, calificado de “revisionista”, ofrece una visión
diferente de lo ocurrido en la Segunda Guerra Mundial, al afirmar que Adolf
Hitler era un “incomprendido” y que el holocausto jamás existió, o dicho de
otro modo, los “revisionistas” pretenden eludir las responsabilidades de esa
misa negra de la historia contemporánea europea, en la que hubo millones de
judíos muertos en las cámaras de gas y cremados en los hornos que levantó el
III Reich.
Es evidente que estos atropellos de lesa humanidad no se
pueden negar ni olvidar, y menos aún, cuando existen todavía sobrevivientes de
los campos de concentración que, enseñando las marcas indelebles y el número
que les fueron impresos a fuego en los brazos durante su cautiverio, recuerdan
los detalles dantescos de esa horrible pesadilla ocasionada por el nazismo en
el corazón de Europa, en una nación humillada por su derrota en la Primera
Guerra Mundial que, en actitud de revancha, optó por conceder el poder absoluto
a un dictador deseoso de imponer su voluntad con el discurso de una ideología
racial y el lenguaje de las armas.
Ante los nuevos brotes de la violencia neonazi, el
compromiso de los ciudadanos de ideas democráticas no debe ser ajeno a las
propuestas que rescatan los crímenes de lesa humanidad cometidos dos por el
fascismo en el siglo XX, porque el rescate de la memoria histórica constituye un serio intento por mantener
vigente los desastres y testimonios personales del holocausto nazi, con el
propósito de que esta historia sombría no vuelva a repetirse en la Europa
contemporánea, ahora que resurgen los nacionalismos de todo pelaje y los
neonazis vuelven a ganar las calles enarbolando las bandera de la ideología
racial.
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