Por: Víctor
Montoya
Esta hermosa fotografía está impresa
en el libro “Interior mina” de
René Poppe, quien, luego de haber trabajado un tiempo en Siglo XX, entendió que
para identificar al obrero del subsuelo boliviano no había mejor rostro que el
de Víctor Siñani. En efecto, este hombre orgulloso de su “raza de bronce”, además de haber
sido minero, fue uno de los dirigentes campesinos del norte de Potosí, donde
compartió las luchas y la suerte de sus hermanos de clase, consciente de que la
tierra era para quien la trabajaba, como el trigo era el pan de quien sembraba
la semilla.
Víctor Siñani aparece en esta
fotografía con la mirada perdida en la galería y el rostro iluminado por la
lámpara del “guardatojo”; tiene
los pómulos prominentes y la nariz expresiva. La letra “R”, que luce en la pechera de su chamarra, podía ser
tranquilamente la abreviatura de la palabra: “Revolución”. La chamarra es de gamuza y diablo-fuerte, muy fina
para ser usada en el laboreo de la mina, pero de seguro que a él no le
importaba este detalle, salvo trabajar duro para llevar el pan a la boca de sus
hijos.
Por su origen campesino, era una
persona a quien le gustaba la verdad cruda, incluso violenta, y aunque era de
carácter taciturno, pronunciaba palabras de asombro cada vez que transmitía una
idea. Daba la sensación de decir mucho diciendo poco. Víctor Siñani
correspondía a esa estirpe de hombres del altiplano que, siendo parcos en la
palabra y desconfiados con los desconocidos, no podía compartir sus
pensamientos con quienes no compartían su realidad ni su tiempo.
Fue legendario luchador porista, no
sólo porque supo permanecer fiel a sus ideas políticas, sino también porque
supo batirse, fusil y dinamita en mano, contra los enemigos de los obreros y
campesinos. De sus hazañas se cuentan innumerables anécdotas. No es para menos,
en enero de 1960, fue uno de los que encabezó la toma de la plaza en Huanuni,
donde los mineros entraron repentinamente, como una tromba arreada por el
viento. Pelearon duro y parejo contra los carabineros, hasta hacerlos desertar
de sus trincheras. Así es, cuando los “khoyalocos”
empiezan el ataque, no hay Cristo que los detenga.
Este minero de recio temple se
enfrentó contra las dictaduras militares. Sobrevivió a las jornadas de
Sora-Sora, en 1964; a la masacre de San Juan, en 1967; al golpe militar de Hugo
Banzer, en 1971. De sus hazañas y su coraje daban cuenta sus compañeros más
cercanos: “El Victuquito, donde ponía
el ojo, ponía la bala, dejando fuera de combate a cuantos se le ponían
enfrente”. Es decir, lo que no podía resolver a golpes de palabra, lo
resolvía a tiros.
A mediados de 1976, tras el fracaso
de la huelga general indefinida decretada por la Federación Sindical de
Trabajadores Mineros de Bolivia (FSTMB), fue perseguido y apresado en la ciudad
de Oruro, torturado y encarcelado. Los sicarios del gobierno sabían que Víctor
Siñani tenía una larga trayectoria como dirigente minero-campesino. Era uno de
sus representantes más genuinos, el que se mantuvo fiel a los intereses de su
clase, sin claudicar sus principios políticos ni ser tránsfugo como los
elementos amarillos. Estaba convencido de que pese al cierre de las minas y los
decretos antipopulares de 1985, los mineros señalarían el camino de lucha que
conduciría a la nación oprimida a liberarse de los látigos del imperialismo y
del despotismo de sus lacayos nativos. Mientras tanto, recluido en su condición
de “relocalizado”, esperaba con
irresistible paciencia el primer campanazo de la asonada final, como quien
estaba acostumbrado a acatar las medidas de la “acción directa de masas”, consciente de que la emancipación de
los trabajadores sería obra de los mismos trabajadores.
Víctor Siñani era uno de esos
hombres que, por su propia naturaleza, atraía la atención de los intelectuales
pequeños burgueses, quienes intentaban descubrir los recónditos secretos que
guardaba este militante obrero, pues aparte de estar hecho a golpes de
explotación y miseria, alcanzó un alto grado de conciencia ideológica. En él
hizo carne el programa de la vanguardia revolucionaria del proletariado y en él
se proyectaron como ecos los gritos de protesta de obreros y campesinos.
En los días festivos se lo veía en
las chicherías de Llallagua, ya en la calle Modesto Omiste (donde mueren los
valientes) o en la calle Ballivián. Le bastaba un charango para hacer zapatear
a las mozas de Chayanta y Pocoata, quienes, polleras plisadas, mantillas al
hombro y sombreritos ladeados, batían palmas para que don Víctor rasgueara el
charango al ritmo de las tonadas nortepotosinas. A veces se lo escuchaba
cantar, con voz de lamento y dolor, el “wuayño”
dedicado a su camarada y compañero César Lora: “Los mineros lloran sangre/ por la muerte de un obrero/ ése ha sido
César Lora/ asesinado en San Pedro./ Para el minero no hay justicia/ para el
minero no hay perdón/ más bien tratan de aplastarlo/ capitalistas
sinvergüenzas...”. Después, charango en mano y “guardatojo” en alto, se lo escuchaba gritar: “¡Vivan los mineros, carajo! ¡Gloria a César
Lora e Isaac Camacho!...”.
Víctor Siñani, desde que abandonó el
campo y se proletarizó en las minas, siguió los pasos de César Lora, por quien
sentía una franca admiración y respeto. Creía ciegamente en sus palabras y
acciones, pues sabía que él hablaba con sabiduría popular y con el corazón en
la boca, y sus hechos estaban encaminados a conquistar una sociedad más justa y
equitativa, donde no exista ya más lamento ni clamor ni dolor. Tanta era su
confianza depositada en el caudillo obrero que, muchas veces, quiso creer que
era el único hombre en la tierra capaz de hacer posible que los trabajadores
sean los dueños absolutos de su destino, que los ojos de los ciegos se abran,
que los oídos de los sordos se destapen y la lengua de los pobres se desate con
alegría. Mas todo este sueño se tornó en pesadilla, cuando el 29 de julio de
1965, los chacales del dictador René Barrientos Ortuño, por órdenes expresas de
la Junta Militar y la CIA., asesinaron a César Lora, con un disparo en la
frente y una sentencia que decía: “¡Muerte
a los subversores!”.
Todavía recuerdo aquella tarde de
verano ardiente de 1974, en que Víctor Siñani, seguido por un piquete de mineros,
se endilgó al cementerio de Llallagua, al otro lado de pampa María Barzola, con
el propósito de desalojar los restos de César Lora, en cuyo nicho se pensaba
sepultar el féretro de su finado padre. Víctor Siñani, apenas llegamos al
cementerio, cuyas paredes parecían descolgarse de una colina hacia el fondo del
río, abrió el nicho con martillo y cincel, arrastró el cajón de madera hacia sí
y pidió que nos retiráramos del lugar por el temor a que la fetidez del
cadáver, en estado de descomposición, nos provocara una “enfermedad”. Nosotros cumplimos su pedido, mientras él
permaneció allí, solo, en cuclillas y dispuesto a desclavar el cajón con la
punta de un cuchillo. Se cubrió la nariz con el cuello de la chamarra y, a poco
de descubrir el cadáver de César Lora, que a una década de su asesinato seguía
conservando las facciones de su rostro, se incorporó de golpe y dijo: “Aún no es tiempo de desalojar este
cadáver”. Después, con los ojos a punto de estallar en lágrimas, volvió
a clavar el cajón y a cerrar el nicho a cal y canto.
Víctor Siñani (Victuquito, para los
amigos), así como aparece retratado en esta fotografía, que hoy forma parte de
la portada de un libro, era un minero de pura cepa y un militante ejemplar,
como todo revolucionario que no se vende ni se alquila.
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