Víctor Montoya
Estando en La Paz, tenía muchas ganas de conocer
Achacachi (Jach'ak'achi, en aymara), ese pueblo sobre el cual leí tantas confabulaciones en la prensa
nacional, a través de la Red de Internet, mientras vivía en Estocolmo.
En mi mente se agolparon las imágenes y los textos que me
acercaron a la fama de los achacacheños,
quienes, en algunos medios de información, aparecían como feroces guerreros. Se
decía que los comunitarios lincharon a sangre fría a dos presuntos ladrones, que cometieron delitos de robo junto a una pandilla
de jóvenes que se dieron a la fuga ante la acción directa de las Juntas
Vecinales, que no cesaban en dar con sus paraderos bajo la instauración de un
“estadio de sitio civil”. Daba la sensación de que Achachachi era un pueblo sin ley, con pandillas de delincuentes dedicados a robar objetos de valor de los vecinos y
asaltar, a mano armada, los puestos de los comerciantes más prósperos del
pueblo.
Después se me grabó la noticia de que se había formado en
Warisata un ejército escarlata para combatir al gobierno de Gonzalo Sánchez de
Losada en septiembre del 2003. Los insurgentes, ataviados con poncho rojo,
pasamontaña, chalina, q’urawa, lluch’u, ch’uspa y wiskha, fueron conocidos como
los Ponchos Rojos y se decía que, aferrados a fusiles Máuser, reliquias de la Guerra del Chaco, estaban
dispuestos a defender la integridad territorial de Bolivia y a meter bala
contra los enemigos del movimiento indígena, que durante siglos había soportado
el menosprecio y la desidia de los gobiernos mestizos y criollos.
La leyenda negra de este ejército
escarlata creció rápidamente cuando se dijo que se los vio entrenarse junto a
guerrilleros especializados en Cuba y Venezuela, y que realizaban pruebas
espartanas para comprobar la fiereza, en el combate, de sus jóvenes diestros en
el manejo de las armas y la palabra. Sin embargo, la detonante mayor fue cuando
el 23 de noviembre de 2007, en un acto público y en señal de amenaza contra los
líderes de los cívicos cruceños, degollaron a dos perros que,
agitando sus patitas ante las miradas absortas de los presentes, lanzaron su
último suspiro entre estertores de agonía. Esta demostración de “bravura”, como es de suponer, removió los
sentimientos más nobles de la gente y el repudio generalizado tanto dentro como
fuera del país, porque nadie podía concebir la idea del porqué unos luchadores
de la libertad se ensañaban de manera brutal contra dos indefensos animales,
que nada tenían que ver los regímenes coloniales ni la injusticia social.
Estos fueron algunos de los
antecedentes que me motivaron a viajar a este pueblo que, a pesar de todo lo
que se especuló en la prensa, era similar a cualquier otro pueblo de los Andes.
En efecto, viajar en microbús significaba contemplar una parte de la
belleza del altiplano, las cumbres nevadas de la cordillera, las orillas del
lago Titicaca, más azules bajo un cielo despejado, y los ayllus pintorescos a
lo largo del trayecto, con casitas de construcción rústica, árboles esparcidos
por doquier y animales pastando en los campos y las quebradas de los ríos.
Para cualquiera que recorra el trayecto entre El Alto y
Achacachi, el territorio de acción de los temibles Ponchos Rojos y la provincia
Omasuyos del departamento de La Paz, es un placer para el alma y una visión
inquietante para la mente, que no cesa de explicarse cómo esta población que
está a 96 km hacia el norte de la capital de Bolivia, a 3.854 metros sobre el
nivel del mar y en lado este del lago sagrado, hizo correr tanta tinta y se
ganó la fama de ser un sitio harto peligroso, si lo cierto es que Achacachi fue
en otrora la capital del señorío aymara “Umasuyus”, que resistió al embate de
la invasión del imperio incaico en defensa de sus tradiciones ancestrales. La
resistencia contra los quechuas fue tan significativa que todavía hoy existen
pobladores que se comunican en un aymara puro y antiguo, y se sienten
orgullosos de su estoicismo y espíritu guerrero, que también afloró con pujanza
a la llegada de los conquistadores ibéricos.
Desde la ventanilla del minibús, y a considerable distancia, divisé en una
colina el monumento de Tupac Katari, quien, honda en mano y la
mirada tendida en el horizonte, parece custodiar al pueblo, presto a defender a
sus hermanos de raza ante la invasión de cualquier tropa que intentará
avasallar los derechos legítimos de los achacacheños, que ya tiene un lugar privilegiado
en los anales de la historia nacional, desde el instante en que los Ponchos
Rojos, llevando sus inseparables armas debajo del poncho y los chicotes
alrededor del cuello, dieron la alarma de que estaban dispuestos a defender los
intereses indígenas a sangre y fuego.
Cuando el minibús ingresó al pueblo, levantando polvareda y bajo un sol que
caía a plomo, apareció en una de las calles el frontis del Estadio Municipal,
donde pendía un gigante cartel con la imagen sonriente del Presidente del
Estado Plurinacional y una consiga que decía: "Bolivia cambia, Evo
cumple".
Ni bien llegué a la plaza principal y me apeé de la
movilidad, que cargó a más pasajeros de lo debido, pregunté dónde quedaba la
sede de los Ponchos Rojos. “Allá donde el diablo perdió el poncho”, me contestó
un peatón queriendo pasarse de listo. Luego le pregunté a una señora que estaba
sentada en la puerta de su tienda. Me miró extrañada y me contestó: “Ésos son
unos forajidos, desalmados, cada vez que se reúnen en la cancha, se vienen al
pueblo al son de pututus y haciendo silbar sus chicotes en el aire, para
asaltar las tiendas de los comerciantes. Nosotros les tememos como a la
mismísima muerte”. Me quedé pensando por un instante en lo que dijo la señora y
proseguí mi camino, sin dejar de indagar sobre el paradero de estos
achacacheños que han sembrado, con sus dichos y acciones, el pánico entre los
comerciantes que pululan en las calles principales.
En la pequeña plaza del pueblo, cuyo nombre proviene de
los vocablos jach’a (grande) y k’achi (peñasco puntiagudo), me sorprendió ver
el busto del Gran Mariscal de Zepita entre el
follaje de los árboles, con el rostro lampiño y luciendo su casaca de general,
ornamentada de medallas y gruesas charreteras, a la usanza de los guerreros de
la independencia. No era para menos, aunque Andrés de Santa Cruz fue uno de los
padres de la patria y oriundo de una población cercana a Achacachi, jamás dejó
de ser el hijo de una familia de la nobleza colonial. Y, por lo tanto, mi
sorpresa fue verlo convertido en emblema en el mismísimo corazón del pueblo, donde
los Ponchos Rojos defendían con intransigencia los ideales más radicales de
los ideólogos del indigenismo boliviano.
No muy lejos de la plaza, me encontré con un viandante
que lucía sombrero, terno y chicote al cuello. Le pregunté si sabía algo acerca
de los Ponchos Rojos. Hizo un alto en su camino y me explicó que eran “personas
normales” y que no hacían daño a nadie; al contrario, eran personas
políticamente conscientes y que no buscaban otra cosa que la justicia social y
el respeto a favor de los indígenas que, desde la
llegada de los conquistadores, sufrieron la discriminación, marginación y el menosprecio; primero por parte de los colonizadores y después por parte
de los gobiernos k’aras. Entonces, los Ponchos Rojos dijeron basta a los
gobiernos opresores y proclamaron la consigna de nunca más se debe tratar a los
indios como animales. Asimismo, lanzaron la consigna de reconstruir el Kollasuyo, marcando a
fuego el regreso al ayllu con todas las virtudes y costumbres tradicionales, y
adoptando la forma de producción del sistema comunitario, como las que todavía
se practican en algunas comunidades aymara-quechuas.
Las explicaciones y los argumentos de este indígena, que tenía el rostro adusto,
los ojos pequeños y la mirada profunda, me dejó meditando en que los rebeldes
de ponchos rojos, a pesar de que tenían la razón a su lado, estaban destinados
a sucumbir bajo el gobierno de Evo Morales, quien en un principio les dio su
apoyo, enalteciendo el poncho rojo no sólo porque representaba la lucha por
reconquistar los recursos naturales, sino también porque había inspirado el uniforme
que hoy caracteriza al Regimiento Colorados de Bolivia Escolta Presidencial, y,
claro está, tiempo después les volvió las espaldas y les pidió deponer las
armas en aras de la paz social.
Al caer la
tarde, volví a meterme en un minibús rumbo a la ciudad de El Alto, y mientras
iba dejando atrás las calles empedradas, las casas de adobes, las tiendas atestadas de aguayos y a los achacacheños de trato afable,
pensaba que en esta población de aproximadamente 15.000 habitantes, compuesta
por qullas (collas) y mistis (mestizos), sobreviven varias tradiciones de
su pasado histórico, como las organizaciones comunitarias ancestrales, ahora
convertidas en sindicatos agrarios, que defienden los intereses de los
productores agropecuarios en las comunidades, ayllus y haciendas.
Eso sí, debo confesar que, por
mucho que lo intenté una y otra vez, no encontré en mi recorrido a un solo
Poncho Rojo, custodio del orgullo y la tradición aymaras, salvo la frustración
de haber viajado casi para nada, tras haber tejido en mi mente un mundo de
ilusiones en torno al ejército escarlata, que en su momento despertó
sentimientos tanto de amor como de odio entre los mismos indígenas del Kollasuyo.
0 opiniones importantes.:
Publicar un comentario