Por Víctor Montoya
El 31 de octubre, día de la
nacionalización de las minas, es un hito histórico que expresa una de las
conquistas alcanzadas por el movimiento obrero boliviano. La expresión: “¡Minas
al Estado y Tierras al Indio!”, es una realidad que se plasma en el itinerario
de la lucha revolucionaria de un pueblo que, al margen de las concepciones del
nacionalismo pequeño burguesas, lucha con firmeza por conquistar los
planteamientos trazados por la “Tesis de Pulacayo” en 1946.
La nacionalización de las minas,
cuyo decreto se firmó en el campo María Barzola de la población de Catavi, el
31 de octubre de 1952, no es otra cosa que la manifestación de un movimiento
obrero que se siente dueño de las minas, donde los trabajadores del subsuelo
dejan sus pulmones destrozados por la silicosis; es más, las minas
explotadas por el grupo Patiño, Hoschild y Aramayo, que jamás beneficiaron al
pueblo, fueron instrumentos de la dominación imperialista.
Aunque la Central Obrera
Boliviana (COB) se pronunció en favor de una nacionalización de minas sin
indemnización y bajo control obrero, el gobierno del Movimiento Nacionalista Revolucionario
(MNR) no cumplió con el mandato de las
bases y acabó entregando los recursos naturales a los consorcios
transnacionales, que siguieron saqueando las materias primas de un país que
parecía “un mendigo sentado en una silla de oro”.
Ya sabemos que, por los datos que
registra la historia oficial, el 13 de mayo de 1952 se designó la comisión para
que estudiara el problema en 120 días. El 2 de julio se decretó el monopolio de
la exportación de minerales. El 2 de octubre de 1952 se creó la Corporación
Minera de Bolivia (COMIBOL), como entidad autónoma y con un directorio de siete
personas (dos elegidos de la terna presentada por la Federación Sindical de
Trabajadores Mineros de Bolivia). Atribuciones: explorar, explotar y beneficiar
los minerales de los yacimientos que se le asignen... “El 7 de octubre de 1952
se procedió a la intervención de las empresas Patiño, Hochschild y Aramayo, con
carácter de control o gestión directa”. El 7 de julio de 1956, el gobierno
aclara que la nacionalización comprende todos los desmontes, escorias y relaves
de las minas que estuvieron en manos de la gran minería.
En la actualidad, la pregunta obligada
es saber si el Decreto de la nacionalización de las minas fue una conquista a
favor del pueblo. A sesenta y un años de la firma de ese histórico documento,
llegamos a la conclusión de que nosotros teníamos la vaca, pero eran otros los
que seguían mamando la leche. Es decir, no nos desprendimos completamente de
los látigos del imperialismo, que siguió haciendo uso y abuso de nuestros
recursos naturales.
Los escritores, de un modo
consciente o inconsciente, nos identificamos con ese proceso histórico, aunque no
logramos plasmar en letras de molde la “gran novela minera”, que refleje los
triunfos y las derrotas del proletariado minero que fue, desde principios del
siglo XX, la vanguardia de un proceso revolucionario que exigía más justicia
social y mejores condiciones de vida.
A sesenta y un años de la
nacionalización de las minas, seguimos en las mismas trincheras de lucha,
decididos a acabar, de una vez y para siempre, con los consorcios
transnacionales que nos tienen atados de pies y manos. Es obligación del gobierno boliviano, elegido
por consenso, reactualizar la nacionalización de las minas, en aras de una
nación más digna y dueña de sus riquezas naturales.
Los intelectuales, que nos
debemos a un país en vías de desarrollo, estamos en el deber de expresar, a
través de nuestras obras, la realidad de un país que pugna por conquistar no sólo
su soberanía nacional, sino también el derecho de ser los dueños absolutos de
las riquezas minerales que nos provee la Pachamama.
Los obreros de las minas, que son
los artífices de la nación en vías de cambio, han pagado con sus vidas el alto
costo de un país que merece vivir en armonía y justicia social. No fue en vano
la masacre de Uncía en 1923, la masacre de Catavi en 1945 y la masacre de la
Noche de San Juan en 1967. Toda esta
sangre vertida por los obreros es la expresión de un pueblo que no está
dispuesto a someterse a los designios del imperialismo; al contrario, la sangre de los mineros nos recuerda que no hay
justicia social y que todavía se atropellan los derechos más elementales de los
seres humanos.
Los escritores, lejos de las
veleidades pequeño burguesas, estamos en el deber ineludible de forjar una
literatura anclada en la realidad de los mineros, porque ellos son los grandes
personajes que dignifican a una nación eminentemente revolucionaria. Los
mineros, a sesenta y un años de la nacionalización de las mimas, siguen
iluminando el sendero por donde tenemos que avanzar para conquistar un país
donde reinen los derechos y las responsabilidades.
Los escritores, que hemos bebido
de las fuentes del movimiento minero para crear nuestras obras, le debemos un
agradecimiento eterno a este sector del proletariado nacional que, sin saberlo
o sin quererlo, ha sido carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre. Por
nuestras venas creativas circulan las enseñanzas de un proletariado capaz de
enfrentarse, con el coraje en la voz y la dinamita en la mano, contra los
dueños del poder que no respetan su
historia ni su legado.
Esperemos que la conmemoración de
los sesenta y un años de la nacionalización de las minas, con sus virtudes y
defectos, sea una fecha para reflexionar sobre los avances y los retrocesos de
una lucha que el movimiento obrero sostuvo desde la creación de la gran
industria minera, que estableció un sistema de producción capitalista y un proletariado dispuesto a
conquistar, con alma, vida y corazón, una nación que dignifique a todos los
bolivianos y bolivianas.
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