Por: Víctor Montoya
Son las 2 de la mañana y no puedo conciliar el
sueño. Enciendo la lámpara del velador y pienso en la Navidad, en ese arbolito
de plástico que todos los años se debe desempolvar y, una vez adornado con
luces, nieve artificial y cintas multicolores, colocar en el sitio
más atractivo del apartamento, sin importarnos mucho el porqué de esta
festividad, que los comerciantes aprovechan para asaltarnos los bolsillos,
caiga o no la nieve, llegue o no Papá Noel.
Son las 2 y 15 de la mañana y, aparte de
pensar en los politiqueros corruptos y en las guerras tramadas por el imperio,
pienso en los niños de la calle, en ésos que a diario se levantan y se acuestan
en un banco del parque, y en los andariegos de la limosna, quienes no conocen a
Papá Noel ni disfrutan de los regalos de Navidad, pues la calle es su alimento,
su protección y su vida. En la calle los adoptan otros parias que habitan la
ciudad y viven cada día como si fuese el último.
Los niños de la calle se agrupan en pandillas
y en pandillas recorren por las avenidas comerciales, donde hacen de mendigos,
prostitutas y raterillos. Son niños que han aprendido a ganarle tiempo al
tiempo y, en cuestión de segundos, se apoderan de la pulsera de un transeúnte
desprevenido, arrancan de un tirón las joyas de una dama o despojan a un
anciano de lo poco que lleva en los bolsillos. Los niños de la calle se regalan
a sí mismos lo que Papá Noel no puede darles, son niños que aparecen y
desaparecen entre los escaparates comerciales, iluminados por las luces de los
arbolitos de Navidad.
Entrada ya la noche, estos andariegos de la
limosna inhalan pegamento, se ríen de su suerte, juegan con la muerte y, tras
una ola de alucinación que los arranca de sí mismos, caen rendido en la intemperie.
En el peor de los casos, puede pasarles lo que hace un tiempo atrás ocurrió en
Río de Janeiro. Los comerciantes de la Navidad, considerándolos una escoria
social, contrataron escuadrones de la muerte para barrerlos a tiros del centro
financiero de la ciudad. Los asesinos, las caras cubiertas y pistolas al cinto,
se montaron en trineos de asfalto y, rastreando los parques y las calles, se
dieron a la caza de niños mendigos. No se oyó el trote de los renos, pero sí
una descarga de tiros confundiéndose con las salvas que anunciaban el
nacimiento del Redentor, mientras los niños de la calle eran linchados como
perros y arrojados en los terrenos baldíos, donde aparecieron sus cadáveres con
un tiro en la frente y un letrero que decía: “Hijo de nadie. Basura de la
ciudad”.
Son las 2 y 30 de la mañana y pienso que, en
los países del llamado Tercer Mundo, millones de niños son víctimas de la
explotación, la prostitución y la pornografía, debido a que los mercaderes de
carne humana, aprovechándose de las llagas del subdesarrollo, exportan niños
por montones, con el fin de abastecer la demanda del mercado internacional y
llenarse los bolsillos con la misma insensatez de los comerciantes que nos
ofrecen la muñequita Barbie en Navidad.
En América Latina se venden anualmente miles
de niños y el valor que se paga por ellos fluctúa entre 200 y 9.000 dólares; un
negocio millonario al que se añade el tráfico ilegal de menores, cuyos órganos
son extraídos y trasplantados a pacientes en prestigiosos hospitales de los
países industrializados, donde la carnicería humana, que cobró ya la vida de
cientos de niños asiáticos y latinoamericanos, es un hecho tan normal como
matar pavos, lechones y gallinas en la Noche Buena y en vísperas del Año Nuevo.
Son las 2 y 45 de la mañana y aún no puedo
conciliar el sueño, pues tengo la sensación de que en esta Navidad, que será
como suelen ser todos los años, no habrá noche de paz ni de amor entre las
víctimas de la guerra y el despojo, ni Papá Noel tocará la puerta de los niños
pobres, porque su cargamento de regalos se vaciará en la casa de los ricos, a
diferencia de lo que hicieron los Reyes Magos cuando nació Jesucristo, ese
hombre que 33 años después murió fijado en los maderos, entre otras cosas, por
predicar el amor al prójimo y convencido de que sería más fácil que un camello
pase por el ojo de una aguja, que un comerciante rico entre en el reino de los
cielos.
Son las 3 de la mañana y recuerdo que la
Navidad no sólo sirve para celebrar el nacimiento de Jesucristo, sino también
para beber y comer hasta por los codos. Esto lo constaté en un hotel de
Estocolmo, donde el administrador del restaurante, con una copa de vinglögg
(ponche) en la mano, nos invitó a pasar al comedor.
En una mesa metálica habían bandejas con
lechones asados, una hilera de botellas de vino, presas de pavo y de gallina;
pasteles, biscochos, papas fritas y cocidas; jamones, licores, cervezas,
refrescos y una variedad de frutas y verduras, cuyos sabores, olores, colores y
decorados constituían una verdadera fiesta para el paladar.
Al término de la comilona, y mientras los
copos de nieve caían como si bailaran al rito de los villancicos, los camareros
y cocineros tiraron las sobras en bolsas de plástico. No me convencía cómo ese
país, ubicado en el techo del mundo, podía ser tan rico siendo tan pequeño. No
me cabía la idea, ni aun sabiendo que los países del hemisferio Norte eran
ricos gracias a las riquezas naturales que durante siglos saquearon de los
países del hemisferio Sur, sin dejarles más recompensa que la pobreza y el
olvido.
Cuando me retiré a la habitación, desde cuya
ventana podía divisar un lago congelado en medio de un paisaje que parecía una
novia vestida con velo, me tendí en la cama, fijé la mirada en el cielo raso y
pensé que en los países del llamado Tercer Mundo hay miles y millones de niños
hacinados en humildes hogares, donde jamás llega Papá Noel con su trineo
cargado con juguetes navideños.
Los niños y las niñas pobres, en los países
más pobres de este pobre planeta, trabajan en los basurales, disputándose los
restos de comida con ratas, perros, cerdos y aves de rapiña. Los niños y las
niñas pobres, que por ser pobres han perdido sus derechos más elementales,
juntan latas, cartones, plásticos y vidrios, con la esperanza de ganarse unos centavos
que les permita llevarse un pan a la boca. Los niños y las niñas pobres,
víctimas del abuso sexual y los estupefacientes, se levantan y se acuestan a
cielo abierto. Son hijos de nadie pero sueñan con un regalito que no tendrán y
con los tres Reyes Magos que, montados a lomo de camello y guiados por una
luminosa estrella, acuden al nacimiento del redentor de los pobres.
Antes de quedarme dormido, me prometo a mí
mismo seguir luchando por mis ideales, mientras la injusticia campee en el
mundo y no cambie la ley del embudo. Pienso también que los creyentes, por su
parte, debían ponerse la mano al pecho y reflexionar que a Jesucristo no le
hubiese gustado que celebren su nacimiento entre bombos y sonajas, entre unos
que tienen todo y otros que no tienen nada, pues así como están las cosas,
patas arriba, es probable que las heridas de su cuerpo vuelvan a sangrar, la
corona de espinas le lastime la frente y les mire desde los maderos con una
desilusión que a cualquiera le atravesaría el corazón.
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