Por: Víctor Montoya
En esta ciudad, construida a la sombra del renombrado Sumaj Orq’o, encontré a un artista que ocupaba parte de su tiempo a
moldear con papel maché la imagen del Tío. Lo conocí por casualidad, la mañana
en que tomé un taxi con destino a la moderna terminal de autobuses, donde debía
recoger mi equipaje.
El chofer me saludó con
la mirada y me hizo pasar al asiento de atrás, cuyo tapizado de cuero estaba
descuajaringado por el paso del tiempo y el peso de los usuarios.
El taxi era poco confortable, desprendía un fuerte olor a gasolina y estaba
desprovisto de taxímetro. Así que, desde un principio y sin mediar muchas
palabras, fijamos la tarifa en relación al tiempo y la distancia que debíamos
recorrer.
Trato
hecho y arrancamos hacia la terminal de autobuses, inaugurada en febrero de
2009, como uno de los grandes avances arquitectónicos de la ciudad. El
desplazamiento del vehículo fue rápido, aunque el motor, en cada maniobra de la caja de cambios, trabajaba con el mismo
rumor que los pulmones enfermos con silicosis, llenándose y vaciándose en cada
respiro.
En el trayecto aproveché
para ver los sitios más emblemáticos de un Potosí que, en virtud a su pasado y
grandeza histórica, parecía más un museo vivo que un mausoleo de antaño.
Llevaba la
mirada puesta en los colores ocres del cerro, con los cuales están pintadas las
fachadas de innumerables casas. Después pasamos por la plaza principal, donde están las construcciones que
forman parte del patrimonio histórico y cultural de la antigua Villa Imperial.
Cruzamos,
entre trancadera y trancadera, por el pórtico de la Catedral de estilo gótico,
en cuyo interior se advierte una gran exposición artística, con la inclusión de
deidades indígenas y símbolos del cristianismo. Cruzamos también por
la portentosa fachada de la Casa de la Moneda, construida entre 1757 y
1773, como uno de los edificios civiles más destacados del Nuevo Mundo y que
hoy, convertida en museo, conserva importantes archivos de la época colonial.
A
tiempo de bajarme del taxi, le supliqué al chofer que me aguardara un poquito,
pues sólo debía recoger mi equipaje y luego retornar al hotel. El chofer, que
no me abrió la puerta ni al subir ni al bajar, sacó su cabeza por la ventanilla
y aceptó mi propuesta.
Al retornar al hotel, y a medida que ganábamos
la distancia por las mismas calles
polvorientas y empedradas por donde habíamos transitado minutos antes, le
pregunté si conocía un lugar donde podía adquirir la estatuilla de un Tío. Me
miró a través del espejo retrovisor y me contó que una de las personas
dedicadas a moldear Tíos con papel maché era su hermano.
–¿Ahora mismo tendrá
alguno? –le pregunté.
–Espera un momento
–contestó. Marcó el celular y llamó mientras manejaba el volante con una mano.
Al poco rato, volvió a
mirarme por el espejo retrovisor y dijo:
–Tiene uno a la vista. Si
quieres pasamos por su casa.
Le acepté sin pensar dos
veces y nos dirigimos hacia la casa de su hermano, allí donde moran algunas
familias mineras, que construyeron sus vidas a medio camino entre el campo y la ciudad,
como en los tiempos de la colonia, sometidas a una suerte de discriminación
social, racial y económica.
En esa zona, como largada
de la mano de Dios, los más pobres viven en casuchas de dos por tres metros,
hechas con adobes y rústicos techos de paja, o, en el mejor de los casos,
construidas con ladrillos y techos de calaminas corroídas. Algunas de las
viviendas tienen puertas de lata y carecen de ventanas. ¿Para qué tener
ventanas, si no ven la luz de la esperanza ni entra el sol para calentar sus
vidas?
Al cabo de recorrer por un vericueto de calles, atestadas de viviendas a
medio construir, llegamos a la casa de
Edwin Callapino, un artista que cursó tres años la carrera de Bellas Artes
antes de abandonarla por razones económicas, como tantos talentos que no
culminan sus estudios, pero que tampoco dejan su vocación artística metida en
sus venas.
Me enseñó la estatuilla
del Tío, que hizo a pedido de un sindicato de cooperativistas, quienes querían
tenerlo en su oficina por ser el único ser mitológico de la cosmovisión andina
capaz de proteger a los mineros y sus familias. Ni bien vi la estatuilla, con
todos sus atributos de Supay y sus
ofrendas, me quedé maravillado por su aspecto y no dudé un instante en pedirle
que me lo hiciera unito para tenerlo en casa.
Él me miró a los ojos y,
adivinando mi verdadero interés por este dios y diablo que me ganó el alma
desde la infancia, prometió que se pondría manos a la obra. Y así lo hizo. Un
día llamó a mi celular y me comentó que lo tenía listo; es más, viajó hasta la
ciudad El Alto para entregármelo en persona y en mis manos. Lo sacó del
embalaje delante de mis ojos y me lo entregó como quien deposita una reliquia
sagrada, recomendándome que lo cuide como a mi propia criatura.
Aprovechamos la ocasión
para charlar de cómo llegué a conocerlo a través de su hermano taxista y de
cómo retorné al hotel ese día, con la ilusión de que el Tío de la mina fue mi
mejor adquisición en Potosí, la cuna del cronista Bartolomé Arzáns de Orsúa y
Vela.
Antes de despedirnos de
manera fraternal, le pedí que, por primera vez en su carrera de artista,
moldeara con papel maché a una sensual Chinasupay,
la amante consentida del Tío, la que habita en las oquedades de los socavones,
celándolo con las palliris de
polleras cortas y congraciándose con la Pachamama en un acto de reciprocidad y
afecto mutuo.
Edwin Callapino aceptó el
reto y, antes de cruzar la puerta que da a la calle, dijo que me llamaría para
entregarme la estatuilla de la Chinasupay,
pero de manera sorpresiva, como cuando el amor de una mujer atraviesa el
corazón de un hombre mientras menos se lo espera.
Ya entonces concebí en la
imaginación que la estatuilla de la Chinasupay,
hecha a la medida de su insólita belleza, le haría buena compañía al Tío,
quien, como todo macho dotado de deseos ardientes y potencia viril, no podía
vivir como un cura entre votos de castidad, sino entre los encantos de una
hembra dispuesta a entregarse en cuerpo y alma.
Todavía sigo a la espera
de su llamada, pero estoy seguro que Edwin Callapino cumplirá con su palabra,
como yo cumplí con la promesa de tenerlo al Tío entre los objetos que cuido con
suma reverencia y cariño.
Mi apego hacia este ser
mitológico es tan fuerte que, mientras los ch’ukutas
le ofrendaban q’oas a la Pachamama,
con rituales propios de la cultura andina, me armé con botellas de aguardiente,
coca, cigarrillos, serpentinas y confites, para ch’allarle y adorarle como manda la tradición minera. ¡Qué
maravilla!
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