Por: Víctor Montoya
La masacre minera de San Juan, acaecida en la madruga del 24
de junio de 1967, no figura en las
páginas oficiales de la historia de Bolivia, aunque se mantiene viva en la
memoria colectiva y se la transmite a través de la tradición oral, de
generación en generación, convirtiéndola en algunos casos en cuentos y
leyendas, como sucede con los hechos históricos que se resisten a sucumbir
entre las brumas del olvido. Y si lo cuento aquí y ahora, es porque fui testigo
de esa horrenda masacre a los tres días de haber cumplido los nueve años de
edad.
Todo comenzó cuando
las familias mineras se retiraban a dormir después de haber festejado el
solsticio de invierno alrededor de las fogatas, donde se bailó y cantó al ritmo
de cuecas y wayños, acompañados con ponches de alcohol, comidas típicas, coca,
cigarrillos, cachorros de dinamita y cuetillos. Mientras esto sucedía en la población civil de Llallagua y los
campamentos de Siglo XX, las tropas del regimiento Ranger y Camacho, que horas antes habían tendido un cerco
al amparo de la noche, abrieron fuego desde todos los ángulos, dejando un saldo
de una veintena de muertos y setenta heridos entre las punzadas del frío y los
silbidos del viento.
Se estima que los soldados y oficiales, que ingresaron por
la zona norte entre las nueve y once de la noche, partieron en trenes desde la
ciudad de Oruro la tarde del 23 de junio. El sereno de la tranca, que los vio
llegar armados dentro de los vagones, intentó informar a los dirigentes del
sindicato y las radioemisoras, pero fue intimidado por los oficiales que
prosiguieron su marcha. Así, alrededor de las cinco de la mañana, comenzó la
balacera para victimar a hombres, mujeres y niños. En un principio, ante el
ataque sorpresivo, algunos confundieron las ráfagas de las ametralladoras con
los cuetillos y el estampido de los morteros con la explosión de las
dinamitas.
La empresa, en
complicidad con los masacradores, cortó la luz eléctrica aquella madrugada,
para que las radios no pudiesen transmitir ninguna alarma a los pobladores; en
tanto los soldados, que estaban
apostados en el cerro San Miguel,
cercano de Canañiri, La Salvadora y el Río Seco, bajaron como recuas de asnos por la escarpada ladera y ocuparon a
fuego los campamentos, la Plaza del
Minero, la sede del sindicato y la radio “La Voz del Minero”, donde fue
asesinado el dirigente Rosendo García Maisman, quien, parapetado detrás de una
ventana, defendió la radio con un viejo fusil en la mano.
La matanza duró
varias horas bajo el sol del 24 de junio. Los muertos se desangraban junto a
las cenizas de las fogatas y los heridos acudían al hospital, mientras las
madres, aterradas por los disparos y los gritos, intentaban calmar el miedo y
el llanto de sus hijos. En medio del caos y el espanto, no faltaron los hombres
que, en un intento desesperado por defenderse, se armaron de dinamitas y
capturaron a algunos soldados, a quienes les despojaron de sus uniformes y les
quitaron sus armas. Pero todo hacía suponer que era ya demasiado tarde para
preparar una resistencia organizada. En la Plaza del Minero se llenaron los
soldados y la jurisdicción de la provincia Bustillo fue declarada “zona
militar”.
La masacre fue ejecutada por órdenes expresas de René
Barrientos Ortuño, cuyo gobierno bajó los salarios a niveles de hambre,
desabasteció las pulperías, prohibió el fuero sindical y desató una sañuda
persecución contra los dirigentes políticos y sindicales, con el propósito de
destruir sistemáticamente el eje principal de la resistencia en el seno del
movimiento obrero. De hecho, según testimonios de primera mano, se sabe que
para el 24 de junio se tenía previsto la realización del ampliado nacional de los mineros en Siglo XX, con el fin de exigir un
aumento salarial y apoyar a la guerrilla del Che con “dos mitas de su haber”,
equivalentes a dos jornadas de trabajo. Una suma importante si se considera a
los aproximadamente 20.000 trabajadores que por entonces tenía la Corporación
Minera de Bolivia (COMIBOL).
El gobierno y las
Fuerzas Armadas, informados de los preparativos del ampliado y asesorados por
la CIA, se apresuraron en ocupar los centros mineros para evitar cualquier
apoyo moral y material destinado a los guerrilleros que se batían a
tiros en las montañas de Ñancahuazú. Consiguientemente, lejos de la ilusión de
encender una chispa libertaria en el continente americano, los mineros del
altiplano y los guerrilleros comandados por el Che eran asesinados con las
mismas armas y por los mismos enemigos, separados los unos de los otros, sin
verse la cara ni compartir la misma trinchera contra los mercenarios de la CIA
y las tropas del ejército boliviano.
René Barrientos Ortuño, quien sabía maniobrar sus siniestros
planes respaldado en el “pacto militar-campesino”, que él mismo estableció con
la burocracia oficialista de los sindicatos del agro, justificó la masacre bajo el pretexto de que el ejército tuvo que
disparar en defensa propia y que era necesario
“combatir el proceso subversivo” de los mineros en Siglo XX, dispuestos
a organizar un foco guerrillero para plegarse a la gesta armada de “los
barbudos extranjeros” en Ñancahuazú.
Al mismo tiempo que
la indignación popular corría como reguero de pólvora a lo largo y ancho del
país, los “sindicatos clandestinos” organizados en el interior de la mina,
aparte de declarar por unanimidad un paro de 48 horas en protesta contra la
masacre, ratificaron sus justas demandas: retiro de las tropas del
ejército, devolución de la sede del sindicato y de la radio “La Voz del
Minero”; respeto al fuero sindical, libertad incondicional para los dirigentes
detenidos y confinados, indemnización a las viudas de los asesinados y
exigencia para que no sean desalojadas del campamento; reposición de los
salarios a los niveles de mayo de 1965 y, como si fuera poco, se fijó también
una cuota quincenal de diez pesos por obrero, para gastos del sindicato y para
adquirir armas. La resistencia popular, en escala nacional, encontró su
vanguardia indiscutible en los sectores mineros que, por su alto grado de
conciencia política y convicción combativa, estaban decididos a defender sus
derechos más elementales y continuar declarando a Siglo XX “territorio libre”,
en un franco desafío contra la dictadura militar.
A la masacre siguió
la represión y el despido de los “agitadores” de sus fuentes de trabajo. Unos
fueron a dar en las mazmorras y otros en el exilio, las viudas y los huérfanos
fueron expulsados del campamento sin indemnización ni derecho a nada y la
masacre de San Juan quedó en la impunidad. La ola de persecución se
planeó en el Alto Mando Militar, con el claro objetivo de liquidar físicamente
a los dirigentes más esclarecidos de la resistencia obrera. Así fue como dieron
con el paradero de Isaac Camacho, uno de los principales líderes de los
“sindicatos clandestinos”, a quien, luego de apresarlo el 29 de julio, en una
casa cercana de la Plaza Nueva en Llallagua, lo torturaron brutalmente y lo
desaparecieron sin dejar rastro alguno.
René Barrientos Ortuño, además de la masacre minera, fue el
responsable directo del asesinato, encarcelamiento, tortura y desaparición de
varios opositores a su gobierno, hasta el día en que murió calcinado en el
mismo helicóptero que le obsequiaron sus aliados del norte. No obstante, a
pesar de los múltiples testimonios de esta sombría historia, todavía hay
quienes exaltan su “patriotismo” y le llaman “el general del pueblo”; cuando en
realidad no era más que un simple general golpista, un aviador entrenado en
Estados Unidos y un servil lacayo del imperialismo, que supo aprovechar su mandato
presidencial para saquear los recursos naturales en medio de un país que se
desangraba en la miseria y lloraba a sus muertos bajo la bota militar.
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