Por: Víctor Montoya
La “Operación Cóndor” o “Plan Cóndor”, que se constituyó en una
organización clandestina internacional para la práctica del terrorismo de
Estado, fue establecido el 25 de noviembre de 1975 en una reunión realizada en
Santiago de Chile entre Manuel Contreras, jefe de la DINA (policía secreta chilena),
y los líderes de los servicios de inteligencia militar de Argentina, Bolivia,
Paraguay y Uruguay.
La “Operación Cóndor”, cuyo
plan siniestro consistía en instrumentar apresamientos, asesinatos y
desapariciones forzadas de decenas de miles de opositores políticos, fue
posible debido a una red de dictaduras establecidas en el Cono Sur. El general
Alfredo Stroessner llevaba ya una década en el poder en Paraguay -desde 1954-
cuando los militares brasileños derrocaron al gobierno democrático y popular de
João Goulart, en 1964.
En Bolivia, después de una serie de golpes de Estado, se instaló en el
Palacio Quemado una Junta Militar al mando del general Hugo Banzer Suárez, que
dejó un reguero de muertos y heridos desde agosto de 1971. Durante su gobierno
se inició el “boom del
narcotráfico”, que se prolongó hasta la década de los '80, y se perpetró el
asesinato de tres militares cuya imagen y popularidad se convirtió en un
peligro dentro de las Fuerzas Armadas: Andrés Selich, Joaquín Zenteno Anaya y
Juan José Torres. Más todavía, la osadía de Banzer, en plena “Guerra Fría”, le impulsó a declarar: “Mientras en Europa se peleaba con la diplomacia, en
Latinoamérica nosotros poníamos los muertos”.
El 11 de septiembre de
1973, el general Augusto Pinochet, con el apoyo y las instrucciones de la CIA,
terminó con el experimento socialista del gobierno presidido por Salvador
Allende, quien se suicidó en la Casa de la Moneda sitiada por disparos y
bombardeos. Ese mismo año, coincidiendo con el plan general de ajustar el Cono Sur, donde crecían
movimientos populares de envergadura, Juan María Bordaberry posesionó a una
dictadura cívico-militar que, entre 1973 y 1985, asesinó, torturó, encarceló,
secuestró y desapareció a los activistas de izquierda, bajo el argumento de “lucha
contra la subversión comunista”.
El 24 de marzo de 1976,
una Junta Militar, presidida por el general Jorge Rafael Videla, asaltó el
poder en Argentina, país en el cual había comenzado a actuar la Alianza
Anticomunista Argentina (Triple A), desde el 21 de noviembre de 1973 y cuando
Juan Domingo Perón era todavía presidente. La Triple A actuó, en una
coordinación criminal, con la dictadura de Pinochet. Esto surgirá en las
investigaciones sobre la “Operación
Colombo”, un modelo de “guerra
sucia” que actuó impunemente en 1975.
La DINA chilena y la SIDE
argentina, a partir de 1976, fueron la vanguardia del “Plan Cóndor”. De ahí que durante el
llamado “Proceso de Reorganización
Nacional”, en Argentina, no sólo se torturaron y asesinaron a los
prisioneros, sino también se conoció casos de “tráfico de bebés”, que eran los hijos de las prisioneras
que dieron a luz en las mazmorras de la dictadura y que, una vez arrancados de
los brazos de sus madres y suprimida su identidad, fueron entregados en adopción
a oficiales y personas afines a la dictadura militar. La mayoría de estos “hijos de desaparecidos” aún tienen un
paradero desconocido, a pesar de los esfuerzos desplegados por las “Abuelas de Plaza de Mayo”, quienes
durante años lucharon por identificarlos y devolverlos al seno de sus
verdaderas familias.
A estas alturas de la
historia, para nadie es desconocido que los “vuelos
de la muerte”, que fueron también utilizados durante la Guerra de
Independencia en Argelia (1954-1962) por las fuerzas francesas, se aplicaron
impunemente en Argentina, a fin de que los cadáveres, y por lo tanto las
pruebas, desaparecieran sin dejar rastro alguno. Según confesiones de Rodolfo
Scilingo, ex oficial de marina, se sabe cómo se llevó a la muerte a personas
con vida, lanzándolas desde un avión al Río de la Plata. No importaba mucho si
los prisioneros estaban conscientes o sedados. Lo importante era deshacerse de
ellos a como dé lugar. En los “vuelos de la
muerte” fueron eliminados alrededor de 2.000 detenidos políticos.
La “Operación Cóndor”, además de las torturas
y asesinatos, se ocupó de la captura y entrega de personas consideradas “sediciosas” o “subversivas” por los distintos regímenes
dictatoriales. Es decir, los aparatos de represión no sólo intercambiaron
información por encima de las fronteras nacionales, sino que también
intercambiaron prisioneros. No en vano un documento desclasificado de la CIA,
con fecha del 23 de junio de 1976, explica que ya “a principios de 1974, oficiales de seguridad de Argentina, Chile,
Uruguay, Paraguay y Bolivia, se reunieron en Buenos Aires para preparar
acciones coordinadas en contra de blancos subversivos”.
En el acta de clausura de
la reunión Interamericana de Inteligencia Nacional, se apuntó, entre otros: “Iniciar contactos bilaterales o multilaterales,
proporcionar antecedentes de personas y organizaciones conectadas con la
subversión y establecer un directorio completo con los nombres y las
direcciones de aquellas personas que trabajen en Inteligencia para solicitar
directamente los antecedentes de personas y organizaciones conectadas directa o
indirectamente con el marxismo...”.
La “Operación Cóndor”, que estaba en pleno
apogeo entre 1975 y 1982, utilizó la tortura como el arma principal de lucha
contra la “subversión” en el
concepto de la “guerra sucia”.
Por lo tanto, los prisioneros, considerados “peligrosos”
para el orden y la ideología instaurados por las dictaduras militares, fueron
sometidos a interrogatorios con apremios psico-físicos.
En el libro “Nunca Más”, informe e investigación que
fue dirigido por el escritor Ernesto Sábato, no sólo se echa luces sobre las
desapariciones, secuestros y torturas, sino también se relata que los
instrumentos, métodos y grados de crueldad de los tormentos, excede la
comprensión de una persona normal: “simulacros
de fusilamiento”, “el submarino” (sumergir al prisionero en un recipiente de
agua fría), estiletes, pinzas, drogas, “el cubo” (inmersión prolongada de los pies en agua
fría/caliente), “la picana eléctrica”
(magneto que genera electricidad de alta potencia), quemaduras,
suspensión de barras o del techo, fracturas de huesos, cadenazos, latigazos,
sal sobre las heridas, supresión de comida y agua, ataque con perros, rotura de
órganos internos, empalamiento, castraciones, presenciar la tortura de
familiares, mantener las heridas abiertas, permitir las infecciones masivas,
cosido de la boca... El sadismo de los torturadores es un dato común. Todos los
detenidos/desaparecidos eran torturados: hombres, mujeres, ancianos, ancianas, adolescentes,
discapacitados, mujeres embarazadas y niños (hay varios casos de niños menores
de 12 años torturados frente a sus padres). En el caso de las mujeres, se
combinaba la violación con la tortura.
En la Escuela de las
Américas, situada desde 1946 a 1984 en Panamá, se adiestró a centenares de
oficiales en “acciones preventivas”
(métodos de tortura) y asesinatos, con el fin de sembrar el pánico y el terror
entre los activistas de la izquierda latinoamericana. Según algunas
investigaciones, se deduce que la división de servicios técnicos de la CIA
suministró equipos de tortura y ofreció asesoramiento sobre el grado de shock que el cuerpo humano puede
resistir. De ahí que los métodos de tortura fueron similares en todos los
países del Cono Sur, donde las fuerzas policiales fueron puestas bajo la comando
del Ejército, y en particular de los paracaidistas, quienes generalizaron las
sesiones de interrogatorio, la utilización sistemática de la tortura y las
desapariciones.
Las víctimas de la “Operación Cóndor” se cuentan por millares
en Sudamérica. En Uruguay, en tiempos de la dictadura, había un preso por cada
500 habitantes, en Paraguay se echaba en prisión al primero que opinaba en
contra del régimen de Stroessner, en Chile la palabra “tortura” pasó a formar parte del lenguaje
coloquial durante el régimen de Pinochet, en Bolivia se cometieron crímenes de
lesa humanidad y en Argentina, donde desaparecieron miles de presos en las
mazmorras, todos los sectores de la sociedad resultaron afectados por la
brutalidad de los aparatos represivos que pretendían combatir la “subversión” por medio de la tortura y el
terror institucionalizado.
Todos estos actos
despiadados, que vulneraron los Derechos Humanos, no fueron públicamente
conocidos hasta el 22 de diciembre de 1992, en que un volumen importante de
información sobre la “Operación Cóndor”
salió a la luz cuando el juez José Fernández y el abogado Martín Almada,
profesor y ex preso político paraguayo, descubrieron en la antigua comisaría de
un suburbio de Asunción, concretamente en Lambaré, los archivos secretos del “Plan Cóndor”, que pasaron a ser conocidos
como los “Archivos del Terror”.
Se trata
de toneladas de papel que revelan la entretela de la mayor organización
represiva del Cono Sur, incluyendo su lenguaje cifrado y codificado. En estos
archivos están registrados, de manera detallada, 30.000 desaparecidos, 50.000
asesinados y casi medio millón de encarcelados por los servicios de seguridad
en Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Paraguay y Uruguay. Y todo esto sin
contar a quienes fueron torturados, asesinados y desaparecidos antes y después
de la “Operación Cóndor”.
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