Por: Víctor Montoya
Otra vez se acerca la
Navidad, con su lujo y sus luces en medio de la oscuridad. Otra vez los regalos
empaquetados en las vitrinas de los comercios de la ciudad. Otra vez el árbol
navideño, cuya presencia es tan importante como la de Papá Noel, pues nos
recuerda que ya es tiempo de consumir lo que los negociantes ofrecen a nombre
de los Reyes Magos, quienes, guiados por la estrella del Oriente, acudieron
hacia el establo de Belén, donde nació el Redentor por obra y gracia divina.
Los Reyes Magos, según cuenta la tradición, llevaron obsequios para el hijo del
Señor, a diferencia de los comerciantes de hoy, que aprendieron el arte de
escurrirnos los bolsillos, con la misma destreza de los fariseos de hace más de
2000 años.
Pero en este espacio no
tengo la intención de referirme a los mercaderes de la sociedad cada vez más
globalizada y neoliberal, sino al árbol navideño y a los árboles que tienen
cierta fama en la historia universal. Así, debajo de un árbol se ahorcó Judas
después de vender a Cristo por treinta monedas y debajo de un árbol perdimos el
Paraíso terrenal; debajo de un árbol descubrió Newton la ley de la gravedad y
salió Buda del sobaco de su madre; debajo de un árbol aguardaba el vellocino de
oro a los argonautas de la mitología griega y debajo de un árbol lloró Hernán
Cortés su derrota después de la Noche Triste. Cuando Cortés volvió a
Tenochtitlán, junto a la india Malinche, su intérprete y amante, se enfrentó a
los guerreros de Cuauhtémoc, el último emperador azteca, quien, derrotado y
hecho prisionero, se negó a revelar dónde se encontraba el tesoro real. Los
conquistadores lo sometieron a torturas, pero él soportó el suplicio con
increíble serenidad. Fue llevado a una lejana selva tropical, donde le quemaron
los pies y lo colgaron de un árbol.
Otro árbol histórico es
el de “las hadas”, vieja encina francesa, a cuya sombra jugaba de niña Juana de
Arco, la heroína que luchó por salvar a su país del yugo inglés. Pero
abandonada en Compiegne, tal vez traicionada por los suyos, cayó en poder de
sus enemigos, quienes la declararon culpable de herejías y la condenaron a
arder como antorcha en la plaza del mercado viejo de Ruán. El árbol de “las
hadas” está situado en Domremy-la-Puelle, la aldea donde nació la famosa
“doncella de Orleáns”, quien, a pesar del calvario que la tocó vivir, fue
beatificada en 1909 y canonizada en 1920.
La higuera es muy buena
para protegerse del sol, pero es peligroso quedarse dormido debajo de ella. Su
sombra actúa sobre el sueño de un modo mágico y es capaz de trocar en loco al
pensador más cuerdo. Esto le ocurrió a Maupassant cuando buscó refugio a la
sombra de una higuera, con la intención de escribir un cuento corto, cortísimo.
La escuelita donde fue asesinado el legendario Che Guevara, allá en el sudeste
boliviano, se llama también La Higuera como el árbol que le dio nombre a esa
región hoy convertida en atracción turística.
En la India, según cuenta
la leyenda, el árbol cosmogónico es el dios Brahma, del cual salieron el cielo
y la tierra, y los otros dioses a quienes se los considera ramas suyas. En ese
mismo país, bajo el follaje de un árbol, que es el testigo mudo de los amores y
desamores de los corazones violentamente apasionados, se enamoró Octavio Paz de
su mujer de origen francés y corazón mexicano. Pero el árbol más mentado es el
árbol genealógico, en cuyas ramificaciones, ordenadas cronológicamente,
aparecen los miembros descendientes de la sagrada familia, un árbol simbólico
que acuñó el refrán: “de tal tronco, tal astilla”, para aludir al hijo parecido
a su progenitor en las virtudes y los defectos.
El manzano, según explica
el Génesis bíblico, es el árbol del fruto prohibido y el árbol de la vida, el
árbol de la ciencia del bien y el mal, el que, con propiedad natural o
sobrenatural de prolongar la existencia humana, puso Dios en el Jardín del
Edén. Empero, el árbol navideño es el más famoso de todos, incluso más famoso
que el árbol de la cruz, donde fue crucificado Cristo, y más famoso que el
árbol genealógico.
Se cree que el llamado
“árbol de Navidad” existía ya como tradición mucho antes del nacimiento de
Cristo. En algunos pueblos, para celebrar el solsticio de invierno, se talaban
ramas verdes en las noches heladas como medios de protección y magia, y también
para la evocación del verano. En todas las culturas y religiones, el árbol
eternamente verde fue considerado la morada de los dioses y, a la vez, un
símbolo de la vida, la fertilidad y el crecimiento.
La costumbre cristiana de
poner un árbol navideño surgió en Alsacia y Selva Negra, aproximadamente el año
1509. Martín Lutero y los protestantes fueron los primeros en declararlo
símbolo de la Navidad. Después se hizo presente en las iglesias católicas y
viviendas hacia fines del siglo XIX. El árbol navideño simboliza el árbol del
Paraíso, del cual cuelgan, de un modo figurativo, todos los frutos de la vida.
Con el transcurso del
tiempo, el árbol navideño, que no es forestal, frutal ni medicinal, se
convirtió en el símbolo de la sociedad de consumo, donde no faltan quienes lo
usan como un amuleto de prosperidad, como si un abeto artificial, adornado con
profusión de cintas, luces y regalos, fuese una garantía contra las calamidades
que azotan a la humanidad; cuando en realidad, el árbol navideño es un simple
objeto comercial que todos los años se debe armar, desarmar y guardar.
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