Por: Víctor Montoya
Eran las 10 de la noche de un día domingo, cuando me
apresté a tomar la línea amarilla del teleférico en la estación Libertador o Chuqi Apu, para transportarme hasta la
estación Mirador de Ciudad Satélite o Qhana Pata, ubicada en
la región de las antenas de televisión en El Alto.
En el andén
de la línea amarilla del teleférico, construido sobre la base de una
arquitectura moderna, estaba un hombre de estatura menuda, con
apariencia de anciano indefenso
y
vientre abombado; llevaba en la cabeza un sombrero plateado de copa baja y ala ancha; vestía
con un traje de telas recamadas de oro y cocidos con hilos de plata.
“Teniendo
tanto dinero, por qué no toma un taxi o se compra un auto”, me dije, mientras
él me miraba con una sonrisa encantadora, como si quisiera conquistarme
atravesándome con una de sus flechas de cupido. Yo me limité a bajar la mirada y, como quien siente
miedo por lo extraño y desconocido, me sacudieron unos escalofríos como corrientes
de agua helada zarandeándome todito el cuerpo.
Cuando
aparecieron las cabinas del teleférico, un sistema de transporte aéreo por cable que recorría
en poco tiempo entre la zona sur de La Paz y la ciudad de El Alto, me metí
de prisa en una de las cabinas vacías, en procura de alejarme de ese ser tan
extraño que, desde que me vio, parecía seguirme los pasos sin perderme de
vista, como un cazador persigue a su presa acechándole hasta hacerla caer en la
trampa.
Me senté
en un asiento que parecía un témpano de hielo. “Por fin estoy solo”, pensé,
mirando los nueve asientos restantes en los que los pasajeros podían viajar
cómodamente de una estación a otra. Pero luego advertí que estaba equivocado, porque
antes de que se cerrara la cabina, se apareció de súbito el extraño hombre, quien
se acomodó en el asiento que estaba junto a la puerta de acceso.
El
hombre, de piel rechoncha y cuerpo deformado, se quitó el sombrero dejando al descubierto
su cabeza enorme y calva. Como es natural, cada vez que él tendía su mirada
sobre la ciudad inundada de luces, yo aprovechaba para mirarle de pies a
cabeza. Así fue como me fijé en que tenía brazos cortos, manos velludas de mono
y dedos con garras, pero lo que más me llamó la atención fue que, por el botapie
derecho de su pantalón,
se le salía una larga cola terminada en una escamosa mano, con la que podía tranquilamente
atrapar y estrangular a cualquiera.
La cabina,
suspendida a 3.600 metros sobre el nivel del mar, partió de la estación y
avanzó por encima de las casas, cerca de las nubes y en medio de un gran cañón
rodeado de impresionantes montañas, donde las calles angostas y empinadas
parecían trepar por las laderas desafiando las leyes de la gravedad.
Mientras
la cabina ganaba la distancia para llegar a la última estación, el
hombre no dejaba de sonreírme con su boca enorme y alargada como el hocico de
un cerdo, dejando entrever sus dientes blanquecinos y sus colmillos de vampiro.
Yo no sabía cómo responder a sus sonrisas ni a su rostro socarrón, que
empezaron a causarme un temor en el silencio de la cabina; peor aún, cuando
noté que sus ojos, con cejas de pelos largos, cambiaban de colores de rato en
rato, según los reflejos de las luces que llegaban desde afuera.
Durante
el trayecto no subieron más pasajeros, de modo que viajamos solos, sentados
frente a frente, sin dirigirnos la palabra, pero mirándonos de reojo, como dos
personas que comparten un mismo sitio sin saber qué decirse. A ratos, no sabía
cómo disimular mi miedo ni cómo esquivar sus miradas que parecían atravesarme como
lanzas con puntas de fuego. Yo me limitaba a girar la cabeza de un lado a otro,
como los turistas interesados por contemplar las diferentes facetas de “Ciudad Maravillosa” desde el
teleférico urbano más alto del mundo, arrastrando sus miradas desde las
cumbres nevadas del majestuoso Illimani hasta la impactante topografía de la
zona sur de la Hoyada.
Antes de
llegar a la última estación de la línea amarilla, el extraño hombre se puso de
cuatro en medio de la cabina, me miró con una sonrisa encantadora y lanzó una
carcajada similar al rebuzno de un asno. Yo me
asusté tanto que me levanté del asiento como disparado por un resorte. Entonces
él, al notar mi reacción y al verme con el rostro contraído por el pánico, arañó
con sus garras los cristales de la cabina y se puso a llorar emitiendo maullidos
de gato, probablemente, porque de ese modo quería tranquilizarme o, simplemente,
porque quería demostrarme que no tenía intenciones de causarme daño alguno.
Yo
volví a sentarme, pero con un miedo que aceleró mi corazón y me puso la piel de
gallina. Cuando la cabina arribó al andén del teleférico, él se puso de pie con
la velocidad de un rayo y yo me
dispuse a salir lo antes posible, con la única idea de alejarme de su
presencia, que me causaba una sensación de terror y desconfianza.
Apenas se abrió la puerta, me puso una
de sus manos sobre el hombro derecho y, presionándome la clavícula con sus afiladas
garras, me detuvo sonriente, guiñándome con su ojo tornasolado.
–No temas –me
dijo con una voz cantarina–.
Sólo quería divertirme un poco.
–¡Ajá! –atiné a decir, al
mismo tiempo que lo miraba de sesgo por encima del hombro.
Cuando dejé la cabina y encaminé mis
pasos por el andén hacia la salida del teleférico, él me siguió de cerca,
hablándome con un tono zalamero, y hasta parecía dispensarme un trato cortés con
su apariencia de anciano indefenso; al menos, eso es lo que percibí en los
gestos de su rostro y los movimientos de su cuerpo, que se tambaleaba de un
lado a otro, como si cojeara de ambas piernas.
–¿Dónde vives? –me preguntó
con una
sonrisa que parecía petrificada en sus abultados labios.
–Muy cerquita de aquí
–contesté.
Ya
afuera, bajo una luna espantada por el ladrido de los perros, él se despidió haciendo
señas con la mano y se fue por la Avenida Panorámica, hundiéndose en la noche y
dejando
huellas de cascos parecidos al de las cabras sobre el pavimento de la calle.
Yo me
endilgué rumbo a la Avenida Cívica, no muy lejos del Mercado Satélite ni muy
cerca del Hospital Holandés. Apenas entré en mi casa, le relaté a mi madre
sobre mi encuentro con el extraño hombre, con quien compartí una cabina del
teleférico. Ella me miró espantada, se persignó tres veces, escupió al piso
pronunciando mi nombre y, soplándome con su aliento, dijo:
–Ese extraño
hombre es el Anchanchu, m´hijito.
–¡¿El Anchanchu?!
–exclamé–. ¿Y quién es el Anchanchu?
–Es un ser
sobrenatural, una siniestra deidad en la cosmovisión andina, un enano maléfico
que atrapa a los incautos con sus zalamerías, falsas promesas y sonrisas a flor
de labios. Es más veloz que un zorro y más peligroso que un reptil venenoso. Lo
que le falta en estatura le sobra en malicia...
Yo la
escuché atentó y, de pronto, se me metió otra vez el miedo haciéndome erizar
los vellos.
–Entonces es
un ser dañino y malvado, ¿verdad?
–Así es, m`hijito
–repuso–. El Anchanchu, cuando transita por los caminos, produce fenómenos atmosféricos
y telúricos, como huracanes, remolinos de viento y tormentas que causan
estragos y arrasan pueblos enteros. Es un ser demoniaco que causa enfermedades y epidemias a las personas que lo rehúyen con imágenes
religiosas, y hasta les provoca la muerte a quienes rechazan sus caprichos; lleva la
desolación a los hogares, destruye casas y sembradíos. Cuando elige a sus
víctimas, primero les cautiva con su sonrisa y con su actitud melosa, después
les roba su espíritu o ajayo y, al final, les arranca el corazón para satisfacer
su hambre y les chupa la sangre para saciar su sed. Nadie que se le cruce en su
camino está a salvo de sus malas intenciones. Incluso es
capaz de engañar con su astucia y sagacidad a las personas más avisadas y
precavidas.
Me quedé
aterrado y, con la voz casi temblorosa, le pregunté:
–¿Y dónde
vive el Anchanchu?
Mi madre,
dándose cuenta de mi curiosidad y de mi lamentable estado de ánimo, contestó:
–Vive en las
grutas de los cerros, en las quebradas de los ríos, en las casas abandonadas y
cerca de los sitios arqueológicos como el Tiahuanaco. Aunque está acostumbrado a vivir en lugares sombríos y
solitarios, algunos dicen haberlo visto andar por las calles de El Alto,
mientras otros cuentan que,
a altas horas de la noche, lo vieron viajar
en las cabinas del teleférico, micros y colectivos, sobre todo, en los que
circulan en horarios nocturnos y en las zonas alejadas de la ciudad.
Esa misma
noche, después de que me despedí de mi madre y me metí a dormir en mi cuarto,
escuché girar la manilla de la puerta, por donde entró el Anchanchu, con el
cuerpo contrahecho y la sonrisa encantadora. Lo distinguí entre las penumbras
gracias al reflejo de la luz de la luna, que se filtraba al cuarto por la
ventana de cortinas corridas.
Lo vi
avanzar hacia mí, que estaba con el cuerpo inmovilizado por alguna fuerza
sobrenatural, que me tenía sujeto a la cama de pies y manos. El Anchanchu se
sentó cerca de la almohada, de modo que podía verlo de cerca y hasta podía
percibir el amargo olor de su aliento.
El Anchanchu me respiró cerca de la
cara y se apoderó de mi alma, que abandonó mi cuerpo como en el trance de una
terrible pesadilla. No obstante, todo lo que estaba sucediendo correspondía a
la realidad y nada más que a la realidad, porque no estaba dormido ni estaba
soñando. Quise moverme y pedir auxilio, pero permanecí quieto como un tronco
caído. Él levantó las frazadas con un soplo y me miró sonriéndome como lo hizo
en la cabina del teleférico. Me abrió el pecho con sus garras y me arrancó el
corazón todavía palpitante y, degustando su olor y sabor, se lo tragó a grandes
bocados. Después acercó su boca en forma de hocico hacia mi rostro y, enseñándome
sus colmillos de vampiro, me chupó la sangre de los labios, introduciéndome su
lengua de oso hormiguero en la concavidad de mi boca.
El Anchanchu, aparte de robarme el
alma, me robó también la vida. Se limpió la sangre de los labios, cerró la boca
como si ahogara un grito, se levantó y se retiró de la cama, abrió la puerta
jalándola por la manilla, salió del dormitorio como un jorobado y se alejó por
el pasillo con el silencio de un gato, hasta que desapareció detrás de la
puerta que conducía a la avenida.
Al amanecer, lo único que mi madre
vio, para su gran asombro, fue las huellas de unos pies descalzos que, más que
parecerse a los de un ser humano, se parecían a las pezuñas hendidas de una
cabra u otro animal ajeno a este mundo. Cuando entró en mi cuarto, lo único que encontró en la cama
fue manchones de sangre en las sábanas y mi cadáver que yacía con el pecho
abierto. Mi madre se estremeció de terror, estalló en sollozos y, volteándose
para salir del cuarto y pedir auxilio, gritó con toda la fuerza de sus
pulmones:
-¡¡¡El An-chan-chu!!!... ¡¡¡El
Anchanchu mató a mi hijo!!!...
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