Por: Víctor Montoya
¿Qué se puede decir de un
luchador social como Filemón Escóbar? Supongo que son muchos quienes conservan
en su memoria una imagen particular del dirigente político y sindical, con sus
virtudes y defectos, sus encendidas polémicas y sus declaraciones públicas, unas veces, acertadas y, otras, controvertidas, como en cualquier hombre cuya ocupación consistía en analizar la
realidad social, política y económica de un país que no deja de sorprendernos cada
día por su esencia compleja y contradictoria.
Debo confesar que Filippo,
conocido también como el “Flaco” en el seno familiar, era en realidad mi tío,
el hermano menor de mi señora madre, Gloria Lora Escóbar. Por eso mismo, me
embarga su partida y, al mismo tiempo, me llena de orgullo el simple hecho de
haber sido su pariente; un privilegio que me permitió conocerlo en algunas de
sus facetas menos mentadas entre sus amigos y enemigos.
El cuarto de los solteros
En cierta ocasión, cuando
alcancé el umbral de la pubertad, me pidió que cuidara el cuarto que disponía
en el campamento II del centro minero de Siglo XX, conocido por sus camaradas
como “el cuarto de los solteros”, donde me enfrenté a un ambiente de pesado
aire y pocos muebles. Lo primero que me impresionó fue ver pipas de todos los
tamaños, colores y marcas, esparcidas por doquier, y en el piso un manto de
cenizas y tabaco, que él fumaba de manera empedernida. De ahí que no es casual
que el cáncer de pulmón haya sido la enfermedad que le aceleró la muerte.
Lo que muchos todavía
desconocen es que Filippo, para bien o para mal, era el hermano menor del
ideólogo trotskista Guillermo Lora Escóbar y del caudillo y mártir obrero César
Lora Escóbar. Filippo se inició como dirigente minero en el distrito de Siglo
XX y, en mérito a su lucha por mejorar las condiciones de vida de sus
compañeros de clase, llegó a ser uno de los principales miembros de la
Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia y de la Central Obrera
Boliviana.
Una vida en la clandestinidad
Lo encontré esporádicamente
durante los años de la represión política desencadenada por el régimen
dictatorial de Hugo Banzer Suárez. Aparecía en mi casa por las noches y por las
noches desaparecía, para no despertar sospechas en el vecindario. Estaba
acostumbrado a la dura vida clandestina. Así vivió y sobrevivió durante la
represión del Comando Político del MNR, las dictaduras militares y los
gobiernos neoliberales; era ingenioso para disfrazarse y mimetizarse entre la
gente, sin que nadie advirtiera su presencia ni lo reconociera.
Recuerdo que una vez, ya
entrada la noche, llegó a mi casa, ubicada en la ahora Avenida María Barzola, a
poco de haber burlado el control policial en las trancas de Huanuni y
Llallagua. Cuando le abrí la puerta, no pude reconocerlo porque estaba ataviado
con una indumentaria típica de los hippies de los años 60, con botines de caña
alta, chaqueta de cuero revuelto, peluca hasta los hombros, mostachos largos,
gafas oscuras y gorro con borla en la nuca; desde luego que él usaba gorritas
desde entonces, pero no tanto por seguir la tradición iniciada por su amigo
Liber Forti, sino más bien para disimular su prematura calvicie, que para él no
era nada elegante, quizás por eso admiraba la cabellera cetrina y espesa de
quien la lucía como un tupe en la cabeza.
Una de esas noches, antes de
despedirse y partir con rumbo desconocido, me pidió que le regalara mis juegos
de lego, diciéndome que les serviría a sus hijos, y me pidió mi poncho de
alpaca a cambio de una chamarra de cuero que nunca vi ni llegó a mis manos.
Sólo años más tarde, al experimentar en carne propia las vicisitudes de la
persecución y la clandestinidad, comprendí que el falso compromiso era una de
las tantas formas de sobrevivencia de un clandestino con responsabilidades
familiares.
El amigo de los libros
En esos mismos años de
clandestinidad, despedido de su fuente laboral por su actividad “subversiva”, se
refugió en las ciudades, donde aprovechó su tiempo para leer y escribir, aunque
él solía decir que leía y escribía sólo en sus ratos de ocio. Sin embargo, lo
cierto es que Filippo tenía siempre un libro a mano; así lo conocieron los
dirigentes universitarios de la UMSA durante el gobierno de Alfredo Ovando Candia,
cuando se encontraba en calidad de huésped-clandestino en el último piso del
Monoblock y, más tarde, cuando un grupo de curas le ofreció cobijo y trabajo
como profesor de filosofía y literatura en un colegio secundario de Cochabamba,
donde los alumnos lo conocían por su nombre ficticio y lo trataban de
“hermano”, creyendo que era un cura más y no un refugiado de la sañuda
persecución banzerista.
Fue en aquella época que
leyó una montonera de libros de literatura y filosofía no sólo porque tenía que
preparar sus lecciones para impartírselas a sus alumnos, sino también porque
tenía la necesidad de completar su bagaje cultural con una lectura que
contribuyera a sus conocimientos de marxismo, leninismo y trotskismo; lecturas
que después, tras el Decreto Supremo 21060 y la relocalización minera en 1985,
le sirvieron para complementar sus teorías en torno a complementariedad de los
opuestos, la ecología medioambientalista y el indigenismo katarista, que lo
llevaron a apartarse definitivamente de las concepciones del marxismo ortodoxo
para declinar hacia las concepciones pluralistas y electoralistas; una
discusión que sostuvimos durante toda una noche en la casa de mi madre,
mientras nos vaciábamos las botellas de vino que mi padrastro añejó en el
depósito de su casa, ubicada en un barrio de la ciudad de Estocolmo.
.
El reencuentro en Suecia
Al cabo de unos años, cuando
nos reencontramos en Suecia, me comentó que el alcalde potosino René Joaquino
era su candidato a la presidencia en las elecciones que se avecinaban, y me
enseñó el programa que recién había elaborado como declaración de principios de
Alianza Social (AS), convencido de que Joaquino sería el mejor contrincante de
Evo Morales en el proceso electoral.
Ese mismo día, mi madre, que
era su hermana mayor por dos años, lo invitó a sentarse a la mesa para
almorzar. Y, a modo de demostrarle el cariño y respeto que se tuvieron desde la
infancia, se esforzó por cocinar platillos con sabor boliviano, y cuando lo
llamó, lo hizo por su apelativo de “Flaco”, que ella solía reducirlo al
diminutivo de “Flaquito”. No era para menos, pues Filippo siempre fue delgado y
espigado, probablemente, porque tenía los genes de su padre de ascendencia
palestina, quien nunca le dio su apellido ni lo reconoció como a su hijo
legítimo.
Al término del almuerzo,
recorrió la silla y se puso de pie, se quitó la chompa, la camisa y la camiseta
y, dándose media vuelta, nos mostró la enorme cicatriz que tenía en la espalda,
tras la intervención quirúrgica que le realizaron en Santiago de Chile. Dio
saltos con los brazos en alto y, tocando con los dedos de la mano el cielo raso
del comedor, dijo con gran ahínco: “¡No tengo nada! ¡Estoy bien! ¡Estoy
bien!...”. Aunque todos sabíamos que le quitaron medio pulmón y que el cáncer
no era como la gripe que se iba del cuerpo.
Él volvió a sentarse a la
mesa y, como es natural, conversamos de manera larga y tendida sobre la vida
política del país; un tema que a él le apasionaba tanto como tomarse café,
fumarse cigarrillos o leer las publicaciones que caían en sus manos. No es
casual que, mientras recordábamos su pasado como militante del Partido Obrero
Revolucionario (POR), me clavó su mirada escudriñadora y dijo: “Lo único que
tengo que agradecerle a Guillermo (Lora) es mi gusto por la lectura. Él me
inculcó el hábito de la lectura”.
Todos tenemos que morir de algo
Todos sabíamos que, por
prescripción médica, estaba terminantemente prohibido de que volviera a fumar,
pero él, de manera obstinada, seguía queriendo “pitar”, al menos para aplacar
un instante su adicción crónica al tabaco. Mi tía Olga lo acechaba de cerca,
intentando evitar que Filippo se llevara la hebra del cigarrillo a la boca. Así
fue como una tarde, apenas salimos al patio para tomarnos un baño de sol, lo
sorprendió “pitando”. Ella se plantó delante de él y, en tono de reproche, le
dijo: “¡Eres el colmo, Flaco, no puedes seguir fumando!”. A lo que él, con una
mirada de sorna y echando una bocanada de humo, le replicó: “¡Va, qué importa,
oye! ¡No molestes, oye!¡Todos tenemos que morirnos de algo!”.
Para entonces, Filippo había
sido excluido del Movimiento Al Socialismo (MAS), acusado de haber recibido
dineros de la embajada norteamericana para darles “cancha libre” a los
mercenarios de la DEA. Él juraba que esas acusaciones eran patrañas montadas
por los asesores cubanos del gobierno, porque nunca recibió un solo centavo de
nadie y mucho menos de los gringos interesado por erradicar las plantaciones de
coca en el Chapare; más todavía, estaba convencido de que las falsas
acusaciones eran los mismos “métodos estalinistas”, que se usaron en la Unión
Soviética durante los años de “purga” contra los trotskistas y críticos de la
burocracia del Kremlin.
Un obrero intelectual
Un día, después del
almuerzo, salíamos de la casa de mi madre y nos fuimos a dar unas vueltas por
los bosques de Tyresö, donde aprovechamos para conversar sobre diversos temas
que eran de su dominio. Fue entonces que me di cuenta de que Filippo, a
diferencia de la mayoría de los mineros, era un “obrero intelectual”, un
autodidacta que no sólo leía, sino que también escribía con la misma pasión con
que se dedicaba a sus quehaceres de dirigente político y sindical.
Conocía la realidad de los
mineros desde el interior de la mina y se relacionó con los dirigentes
legendarios del sindicalismo nacional. Por cuanto no es casual que en su libro
“Semblanzas”, que es un magnificó testimonio personal y colectivo, aparezcan
bosquejadas las biografías de varios de ellos, como Juan Lechín Oquendo, Simón
Reyes, César Lora, Isaac Camacho, Federico Escóbar, Irineo Pimentel y Domitila
Barrios de Chungara, sin dejar de lado a otros personajes de la política
nacional y a un par de gerentes de la Empresa Minera Catavi.
No cabe duda de que Filippo
era uno de los pocos “obreros intelectuales”, gracias a su inteligencia natural
y sus ganas de saber cada vez más, más y más, como quien quiere superarse a sí
mismo en su condición de persona “sentipensante”. No es nada raro que, entre la
variada gama de dirigentes mineros de todos los tiempos, haya sido el único o
casi el único que tenía la facultad de metamorfosearse de su condición de topo
en ratón de biblioteca.
De llok’allas y mangueros
Cualquiera que conversaba
con Filippo, se daba cuenta de que este hombre, de recio temple y actitud
impulsiva, que estaba acostumbrado a llamar las cosas por su verdadero nombre;
al blanco, blanco y al negro, negro, era una piedra en el zapato de los
gobernantes, a quienes, sin consideraciones ni pelos en la lengua, los trataba
de “carajitos”, “cojudos” y “llok’allas”. En cierta ocasión, cuando le hice
notar que sus expresiones eran peyorativas y rayaban en el menosprecio y la
discriminación, me contestó que no tenía otra forma de referirse a los
traidores del pueblo, a los “mangueros del gobierno” y a los tránsfugas que
nunca lucharon contra las dictaduras militares para recuperar la democracia
cautiva, que no sabían lo que eran las cárceles, las torturas ni el exilio;
pero que, sin embargo, se treparon al poder para desvirtuar los principios del
programa que él mismo elaboró antes de que se fundara el MAS, con una sigla que
le compraron a un falangista cruceño.
Lo interesante es que
Filippo, antes y después de su participación en el parlamento boliviano, donde
se hizo conocido por agarrarles a “t’ajllazos” (sopapos) a sus adversarios
políticos, no podía estar sin leer ni hacer apuntes de su experiencia, con la
convicción de que todo esto le serviría para escribir sus libros que, con el
apoyo de sus amigos y dineros de su propio bolsillo, se publicaron uno a uno.
De los cinco libros que conozco, “De la revolución al Pachakuti” es el que
mejor refleja los triunfos y las derrotas en su vida, desde su infancia
encerrada en un orfelinato para huérfanos de la Guerra del Chaco, su formación
como dirigente sindical, su participación en las dos cámaras del parlamento
boliviano y sus posteriores roces con el poder político; un poder que se le
esfumó de su control y de sus manos, porque tuvo la mala suerte de haber sido
estrangulado por el mismo “Frankestein” que él intentó crear a su imagen y
semejanza.
A mi retorno a Bolivia,
cuando me encontraba de paso por Cochabamba, me llamó por teléfono para
invitarme a su cumpleaños. Le agradecí por el cometido, pero le expliqué que no
podía asistir porque tenía previsto, desde hacía mucho tiempo, una reunión importante
con unos amigos. Él subió el tono de su voz y, casi gritándome desde el otro
cabo del teléfono, me dijo: “¡Qué reunión importante ni qué ocho cuartos. En
este país no hay otro tipo más importante que yo, así que tienes que venir
nomás, oye… Si no vienes, te voy a cortar los huevos, carajo!”. Con amenazas y
todo, no pude deshacerme de mi compromiso ni pude asistir a celebrar su
cumpleaños. Desde ese día, no volvimos a hablarnos ni a fundirnos en un
afectuoso abrazo entre un tío y un sobrino.
El legado de un carismático hombre
Ahora que Filippo no está ya
con nosotros, sólo nos queda su legado de lucha, sus libros con experiencias
vividas y sufridas, sus “malas palabras”, sus actitudes irreverentes contra los
poderes de dominación y sus sabias enseñanzas que nos harán falta a todos, a
los que estaban con él y a los que estaban en contra, porque Filippo
correspondía a esa categoría de hombres que, a pesar de su partida, permanecerá
en la memoria histórica del pueblo y brillará con luz propia en la constelación
de los mejores líderes políticos y sindicales que parió el movimiento obrero
boliviano.
Asimismo, el Filippo
humanista, revolucionario y contestatario, seguirá siendo mi tío “Flaco”, con
quien tenía coincidencias y discrepancias, pero también con quien tuve la
fortuna de compartir inolvidables momentos tanto dentro como fuera del país, y
a quien siempre lo recordaré con un profundo cariño y respeto, porque de él
aprendí mucho, como de un maestro armado de conocimientos, aunque él nunca tuvo
la intención de enseñarme nada, atenido a la idea de que un escritor, como me
lo dijo en una de nuestras charlas, “es una persona que aprende más de los
libros que de las conversaciones que se las lleva el viento”.
Siempre será recordado
El Filippo de los ojos
grandes y claros, la piel algo picada por el acné de la adolescencia y la voz
con inflexiones de mando, el Filippo con la pinta del “playboy minero” y la
risa amigable que, cuando estaba de buen humor, podía estallar en una sonora
carcajada, será siempre recordado por esa llama interior que lo convertía en un
personaje ineludible y carismático. De su inteligencia natural y su fecunda
verba, que despertaba la admiración de los suyos y la furia de sus enemigos, no
hay nada que hablar, salvo que sus ideas, transformadas en palabras, se le
disparaban como dardos por la boca, unas veces para defender sus principios
ideológicos y otras veces para ofender a sus adversarios.
Con todo, el Filippo
intelectual será el que permanecerá entre nosotros a través de sus obras,
puesto que no necesitó de intermediarios ni plumas prestadas para escribir, con
su puño y letra, algunas de las tesis políticas fundamentales del movimiento
obrero boliviano, como no necesitó de voces prestadas ni correctores de pruebas
para escribir su historia personal, desde “Testimonio de un militante obrero”
hasta su libro “Semblanzas” que, con sus aciertos y desaciertos, resultó ser la
historia de todo un pueblo. En esto radicaba, probablemente, la importancia de
llamarse FILIPPO, con mayúsculas.
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