Por: Víctor Montoya
No sé si la celebración del 8 de marzo tiene la fuerza que se merece en
Bolivia, pero tengo la sospecha de que es un día como cualquier otro para la
mayoría de las mujeres del campo, las minas y las ciudades. De ser así, me asaltan varias
preguntas: ¿Qué harán nuestras ”feministas” para cambiar esta situación? ¿Qué hará
el gobierno para declarar feriado nacional? ¿Qué harán los sindicatos y las
instituciones de género? ¿Qué harán las mujeres en general? Aunque me gustaría
que sus voces atronaran en las calles y sus banderas flamearan a lo largo y
ancho del territorio nacional, me temo que nadie moverá un dedo ni dirá “esta boca es mía”,
pues la mayoría de las mujeres bolivianas, que en principio desconocen sus
derechos y su rol histórico-social, estarán ocupadas este día en sus quehaceres
domésticos, sin importarles que su emancipación será obra de ellas mismas, al
menos si quieren tener los mismos derechos y las mismas responsabilidades que
los hombres, tanto en la vida familiar como laboral, incluyendo su
representatividad en las esferas de gobierno.
Desde luego, tampoco se puede esperar mucho en un país que, además de
seguir sumergido en el subdesarrollo y la corrupción institucional, está atado
a una mentalidad retrógrada que sostiene la teoría de que las mujeres ocupan
una posición subordinada debido a causas biológicas o impedimentos físicos, y
no debido a factores socioeconómicos o al estereotipo sobre la sexualidad
femenina que maneja la jerarquía eclesiástica en una sociedad patriarcal.
El machismo es una evidencia en nuestra cultura, ya que los hombres,
aparte de reírse de las reivindicaciones femeninas, están acostumbrados a ver a
la mujer convertida en sierva doméstica y en máquina reproductora de hijos.
Este rol tradicional de la mujer, en parte, es una consecuencia de la injusta
distribución del trabajo doméstico -crianza de los hijos, limpieza del hogar y
quehaceres de la cocina-, que el hombre, fiel a su rol de “sostén económico y cabeza
de la familia”, considera actividades “típicamente femeninas”. En este
contexto no han cambiado muchas, ni siquiera las “damitas de alcurnia” que se
definen verbalmente como “feministas”, mientras explotan a las empleadas domésticas a
cambio de un salario de hambre.
A esta
desastrosa situación, agravada por los resabios de una mentalidad feudal, se
suma el maltrato a la mujer dentro y fuera del hogar. No es casual que algunas
instituciones, que en nuestro país velan por el bienestar de la mujer, hayan
hecho un llamado vehemente a la opinión pública para demandar una mayor
atención de las organizaciones gubernamentales sobre la problemática de género,
conscientes de que la violencia es uno de los principales obstáculos para el
desarrollo de la nación. Asimismo, es necesario que el gobierno promulgue una
ley que castigue con toda severidad las agresiones y violaciones contra la
mujer, no sólo para dejar constancia de que uno de los derechos fundamentales
de la mujer es el derecho a vivir sin mordazas ni amenazas, sino también como
una medida que elimine toda forma de discriminación femenina. No es tarea
fácil, pero sí un buen comienzo, si se piensa que la emancipación femenina,
como el bienestar social en general, marcha del brazo con el desarrollo
socioeconómico del país y el mejoramiento del sistema educativo.
En este
terreno, como en muchos otros, tenemos bastante que aprender de los países del
llamado ”primer
mundo”, donde los derechos de la mujer han sido posibles gracias al
avance industrial y su incorporación al mercado de trabajo. Un avance
socioeconómico que ellas consideran una conquista irrenunciable, ya que les
permite disfrutar de una igualdad de oportunidades tanto dentro como fuera del
hogar.
En los países
altamente industrializados, a tiempo de crear fuentes laborales para las
mujeres, se crearon también las guarderías públicas y el permiso de paternidad
hizo posible que las mujeres conserven su empleo incluso después de tener
hijos. La legislación acepta que las mujeres conserven su trabajo cuando nace
un hijo, tengan un año de permiso de maternidad con más del 90 por ciento del
salario, acceso a guarderías públicas a bajo costo y el derecho a trabajar
media jornada hasta que el niño cumpla los seis años de edad. Sin
embargo, a pesar de estos avances significativos, las mujeres no han dejado de
luchar por tener mayor influencia en el parlamento, el mismo salario y las
mismas oportunidad de las cuales gozan sus colegas masculinos.
En Suecia, por citar un ejemplo, la mayoría de las mujeres tienen su propio
empleo y sus ingresos. Con frecuencia, los hombres participan más del cuidado
de los hijos que los hombres de otros países. En 1975 se legalizó el derecho al
aborto sin costo para todas las mujeres y en los años ‘80 entró en vigor la
primera ley contra la discriminación por razones de género en el ámbito
laboral, además de que la mujer ya no tiene la necesidad de elegir entre su
familia y la carrera profesional, gracias a un amplio sistema de seguro social
y de asistencia infantil. Más todavía, a partir de 1994, las mujeres
consiguieron casi la mitad del poder político, con el 50 por ciento de
ministras y diputadas en el parlamento. Por supuesto que para llegar a este
grado de desarrollo socioeconómico no sólo hizo falta cambiar las normativas de
convivencia ciudadana, sino también la actitud y mentalidad de la gente, con la
ayuda de un Estado que organizó cursillos sobre igualdad de género para
miembros del gobierno y funcionarios públicos; los mismos que, a su vez,
contribuyeron a forjar una sociedad basada en el respeto a los derechos de la
mujer.
Por otra parte, en las sociedades más democráticas y equitativas, los
hombres están conscientes de que deben compartir los quehaceres domésticos con
su pareja. Las propias mujeres no soportan una doble explotación; por un lado,
en el empleo remunerado y, por el otro, en el seno del hogar. Este simple hecho
las diferencia de las mujeres de países como Bolivia, donde queda mucho por
hacer en el ámbito de la equidad de género y donde la discriminación femenina forma
parte de las estructuras de una sociedad competitiva y patriarcal, que no les
permite gozar de los mismos derechos ni las mismas oportunidades que tienes los
hombres en la vida social, familiar y profesional.
Con todo, espero que el Día Internacional de la mujer no sea un día más
de fiesta, sino un día más de protesta. Las mujeres tienen mucho por que
llorar, pero también mucho por que luchar y, sobre todo, mucho que ganar para
el porvenir de sus hijas y las hijas de sus hijas.
¡Arriba las
mujeres de Bolivia! Ya es hora de que se rompan las cadenas que las
oprimen, las mentes que las subordinan y las tradiciones machistas que las
condenan a vivir recluidas entre las cuatro paredes del hogar, sin tener los
mismos derechos ni las mismas posibilidades que los hombres, quienes, ya sea
por tradición cultural o por mandato divino, se consideran superiores a las
mujeres. ¡No, señores! Es hora de ponerse la mano al pecho y tener dos de
frente para considerar que las mujeres, nuestras compañeras desde la cuna hasta
la tumba, son tan indispensables como nosotros para desarrollar un país más
armónico y democrático. Por eso mismo, considero que la celebración del Día
Internacional de la Mujer debe de ser un acto unánime de hombres y mujeres, y
un día que, al menos de manera simbólica, sirva para poner la soga al cuello de
sus verdugos y un gesto de protesta contra el desprecio y la marginación a las
que fueron sometidas durante siglos.
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