Por: VÃctor Montoya
A Pablo Rocha Mercado lo conocà en
los años setenta, cuando era delegado de la Sección Lagunas en el distrito
minero de Siglo XX, donde se ganó el aprecio y el respeto de sus compañeros de
base, quienes lo trataron desde 1956, año en que ingresó a trabajar en la
Empresa Minera Catavi.
De hecho, su actividad polÃtica y
sindical estuvo marcada por una de las organizaciones polÃticas de mayor
arraigo obrero. Él mismo, al recordar las circunstancias en que se hizo
militante, solÃa repetir: “A mà nadie me llevó al partido. Yo mismo fui con mis
propios pies y me organicé en una de sus células, cuando todavÃa vivÃa César
Lora. Allà me presenté con mi nombre y apellido, cantando mis datos personales
y todo lo demás... En eso nomás me paró el César y dijo: camaradita, no hace
falta que nos revele su identidad. Aquà no se afilia a nadie ni se distribuyen
libretas de militancia. Eso sólo se hace en el Comando PolÃtico del MNR
(Movimiento Nacionalista Revolucionario). Aquà la gente llega y se queda por su
propia convicción...”.
A partir de entonces, consciente de
que esos hombres reunidos entre arengas y humos de cigarrillo podÃan cambiar el
curso de su vida, se dedicó frenéticamente a la actividad polÃtica, en la que
se destacó como uno de los puntales en la lucha contra las dictaduras militares
y la burocracia sindical.
Otra de sus facetas, quizá la menos
conocida, era su pasión por el dibujo que, en los momentos de mayor lucidez, le
permitió trazar varios dibujos de encomiable calidad. Aún recuerdo, por
ejemplo, el Lenin que dibujó de espaldas, con la simple ayuda de dos
fotografÃas que lo mostraban de perfil y de frente al lÃder bolchevique. Era un
artista en el diseño y formidable en la propaganda, por eso en las
manifestaciones mineras y los acontecimientos multitudinarios era el
responsable de pintar las pancartas con las palabras e imágenes de los mártires
obreros.
Por entonces vivÃa con el sueño de
llegar a ser un dibujante consumado. De ahà que en 1976, en pleno perÃodo de
represión y estando clandestino en la ciudad de Oruro, le escribió una carta
afectiva al pintor ecuatoriano Oswaldo GuayasamÃn, suplicándole que lo ayudara
a salir del paÃs para cumplir su deseo de convertirse en dibujante profesional
y tener la oportunidad de ver con sus propios ojos las obras de los grandes
muralistas mexicanos. Probablemente la carta nunca llegó a su destinatario,
pero Pablo Rocha jamás perdió las esperanzas de conocer algún dÃa el México de
la Revolución del año 1910, cuyas hazañas y rancheras él las cantaba entre los
mineros bolivianos.
En los dÃas de fiesta, cuando habÃa
bebido unas copas por demás, se recogÃa a su casa cantando o tarareando una
ranchera. Los vecinos lo reconocÃan hasta en la oscuridad, pues sabÃan que
Pablo Rocha era el único capaz de imitar las inflexiones y los falsetes de la
voz de Antonio Aguilar y Jorge Negrete. Quizá por eso, algunos lo tenÃan como
al don Juan Charrasqueado del campamento minero, donde se ganó la fama de ser
un brujo en los juegos y amores, aunque en su vida privada se advertÃa una
desilusión no revelada. No en vano cada vez que iba a desahogar sus penas en
las cantinas, salÃa con el “guardatojo”
en mano y cantando a voz en cuello: “Soy soldado de levita/ de esos de
caballerÃa/ de esos de caballerÃa/ soy soldado de levita./ El que nace
desgraciado/ desde la cuna comienza/ desde la cuna comienza/ a vivir
martirizado...”.
A quienes lo conocimos en las buenas
y en las malas, no nos cabÃa la menor duda de que este militante obrero,
juerguista, bebedor y mujeriego, de no haberse hecho minero, podÃa haber sido
bohemio; conocÃa el lenguaje profundo de los piropos y el truco de los juegos
del azar. Nunca le faltó pretendiente a quien dedicarle una serenata ni un
cubilete de dados para echar a rodar su suerte. Era capaz de apostar a la “ruleta
rusa” y ganar con la misma facilidad con que ganaba jugando al sapo, a los
naipes o al cacho; más todavÃa, este hombre de personalidad afable, contextura
normal, cabellera crespa y bigotes cortados al estilo de los actores del cine
mexicano, manejaba la ironÃa y el sentido del humor con una destreza poco
habitual entre los hombres de vida dura.
Algunas tardes, al salir de la mina,
se lo veÃa pasar por la planta de concentración de minerales, donde se hacÃa
regalar dos cubos de agua caliente, que él vaciaba en un recipiente instalado a
modo de ducha en el estrecho patio de su casa. Después de cambiarse la ropa de
minero por la de paisano, se dirigÃa al sindicato y al encuentro con los
amigos. A la hora de vender el periódico “Masas” se tornaba en un excelente
voceador, ya sea en la calle, la bocamina o en los piquetes organizados en la
Plaza de Siglo XX, donde, en más de una ocasión, se batió a puños con los
esbirros del gobierno. Jamás se puso en duda su militancia ni su actitud
belicosa, pues en los enfrentamientos armados que los mineros libraron contra
las tropas del ejército, Pablo Rocha mostró entereza y se enfrentó fusil al
hombro y dinamita en mano. Sobrevivió a los combates de Huanuni, Sora-Sora,
Siglo XX y a la masacre de San Juan. Conoció el destierro durante el gobierno
del sanguinario GarcÃa Meza, el presidio durante el régimen militar de Hugo
Banzer Suárez y los confinamientos en el campo de concentración de Alto Madidi
y Puerto Villarroel, donde cazó y comió monos a nombre de VÃctor Paz Estenssoro,
por entonces presidente de la república.
A mediados de 1976, tras caer a
merced de sus perseguidores, lo vi actuar con coraje y decisión en las cámaras
de torturas del DOP (Departamento de Orden PolÃtico) de Oruro y La Paz, donde
le aplicaron la “picana”, el “submarino” y los simulacros de muerte. Él aguantó
el suplicio con los dientes apretados, sin delatar ni suplicar la compasión de
sus verdugos.
Tras la imposición del Decreto
Supremo 21060, cuyas consecuencias fueron el cierre de las minas y la
desocupación de los trabajadores en 1985, fue a dar como “relocalizado” en un
barrio periférico de la ciudad de Cochabamba, donde construyó una casita
modesta, resignado a sobrevivir en la miseria por el resto de sus dÃas. Y,
aunque padecÃa de silicosis y de una enfermedad renal, no perdió las esperanzas
de que alguien pudiera salvarlo de la muerte, pues según decÃa en su carta:
TenÃa todavÃa trabajo (polÃtico) pendiente y cuatro hijos menores de edad, a
quienes no querÃa dejarlos en la calle y sin padre...
Ahora que me anunciaron su deceso,
sé que no alcanzó a experimentar el triunfo de la revolución proletaria, pero
es probable que un dÃa su sueño se haga realidad, pues vivió convencido de que
los mineros taciturnos, quienes tienen la magia de ver la luz en la oscuridad,
son seres que no dejan de luchar contra las injusticias ni estando en la
sepultura.
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