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1/2/17

Las palliris

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Por: Víctor Montoya

Las “palliris”, que cambiaron las polleras y vestidos por los pantalones, trabajan rescatando los residuos de mineral incrustados como chispas en las rocas que, debido a su impureza, fueron desechadas y acumuladas en las zonas aledañas a los campamentos y cerca de las bocaminas, donde las plomizas granzas parecen cerros sobre cerros.

Las “palliris” machacan las rocas de día y de noche. Su única compañía es su merienda, una botella de té y la bolsita de plástico con la mágica hoja de coca, tan sagrada para ellas como las bendiciones de la Virgen del Socavón, que les mitiga el dolor del alma, el cansancio, el hambre y las enfermedades.

Trabajan a sol y sombra, en medio de un paisaje frío y yermo, soportando los vientos y las lluvias, esperanzadas en rescatar el “metal del diablo” entre los restos de los restos que, a veces, se les esconde debajo de los pies como por arte de magia, sin lograr rescatar un solo puñado de mineral durante la jornada, que es de diez horas al día y seis días a la semana.

Sus ajadas manos, como sus dedos ennegrecidos por la suciedad y el polvo, son la prueba de que el trabajo que realizan no es de humanos y mucho menos de mujeres, pero como ellas no usan cremas para manos ni se pintan las uñas con esmalte, siguen separando, a fuerza de pulmón y martillo, lo puro de lo impuro de las rocas extraídas del interior de la mina.

Las “palliris” han trabajado desde siempre en condiciones infrahumanas y a la intemperie, sin tecnología ni maquinaria, arriesgando el pellejo a cambio de migajas. “Palliris” existían en el Cerro Rico de Potosí en la época de la colonia, cuando los dueños de los yacimientos de plata necesitaban la mano de obra de las mujeres de los yanaconas, que debían fundir la plata y trabajar en las canchaminas, picando los trozos de roca para rescatar los restos del preciado metal.

En la Era del Estaño, la labor de la “palliri” ha contribuido al aumento de la producción minera. Asimismo, con el respaldo de las “amas de casa”, se han organizado en una Asociación de Mujeres “Palliris” para defenderse del acoso de propios y extraños, para mejorar su condición de trabajo, para reclamar que se les conceda el mismo sueldo y los mismos derechos que a sus compañeros.

Son madres solteras, novias, viudas o hijas de mineros, que no se rinden ante los avatares de la vida ni la miseria que azota sus hogares. Cumplen con su rol de “amas de casa” y, a su vez, con su rol de “palliris”, ya que cargan la responsabilidad de mantener a una familia. Son mujeres ejemplares por su infatigable labor en el hogar y su gran coraje en la lucha; en otras palabras, más que “amas de casa”, son admirables “armas de casa”.

Después de la “relocalización”, en 1985, son innumerables las mujeres que, empujadas por la necesidad y la desesperación, ingresaron a trabajar en interior mina. Y, aunque muchas veces realizan el mismo trabajo que sus compañeros, ocupan el último lugar en la jerarquía de la cuadrilla y su sueldo es inferior por el simple hecho de ser mujeres. Algunas veces, como por castigo del Tío, son relegadas a cumplir labores más simples y marginales, como ser guardianes de las bocaminas para evitar el acceso de desconocidos a los “rajos” donde depositan las “cargas” de mineral.

Las mujeres que trabajan en interior mina usan medias de lana no sólo para calentarse, sino también para aliviar los dolores causados por el reumatismo o la artritis; dolorosas enfermedades que les trepa por los huesos de los pies de tanto chapotear en las aguas de “copajira”. Se calzan viejas botas de caucho, ajustan el pantalón debajo de las polleras, cubren sus hombros con una manta y atan sus trenzas dentro del “guardatojo” y, poco antes de despuntar el alba, se marchan rumbo a la mina, donde murió su marido, como antes murió su padre y su abuelo.

Esta triste realidad se repite en varias familias, donde todos saben que la hija de un minero se casa con otro minero, y cuando éstos tienen hijos, se sabe también que ellos serán mineros como su padre y como el padre de sus padres, y que probablemente morirán jóvenes, escupiendo sus pulmones después de haber entregado sus vidas a cambio del desprecio y el olvido.

Antes estaba prohibido el ingreso de las mujeres a los socavones, debido a la superstición de que la menstruación y los sollozos hacían desaparecer las vetas. Algunos cuentan que una mujer que ingresaba a la mina era seducida por el Tío, provocando así los celos y la ira de la Chinasupay y la Pachamama. Ahora su presencia no es sinónimo de mala suerte y las supersticiones han cedido a la necesidad de ganarse la vida arañando la montaña para dar de comer a sus hijos, quienes la aguardan sentados o durmiendo en un rincón de su humilde hogar, donde, a falta de un padre, abrigan las ilusiones de que algún día cambiarán el destino de sus vidas.

Ésta es la vida de miles de mujeres que, expuestas a los peligros de la montaña y machucándose los dedos a martillazo limpio, se enfrentan a un trabajo rudo y duro que las enferma, envejece y mata antes de cumplir los cincuenta años de edad.

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