Por: Víctor
Montoya
Al
autor de libro “Cancañiri”, cuando quiso rescatar las memorias de su pasado,
dominado por la nostalgia y los recuerdos de la infancia, no le quedó otra
alternativa que recurrir a una bibliografía que lo ayudara a conocer mejor la
historia de sus orígenes y ancestros, de los cuales sentirse orgulloso hasta el
día de la muerte, ya que sin una identidad cultural, sin una conciencia de
clase, sin un testimonio registrado en los anales de la historia, uno corre el
riesgo de perder las brújulas de la vida y dejar que la memoria sucumba bajo
los polvos del olvido.
El
libro “Cacañiri”, aparte de rememorar el pasado con la ayuda de una amplia
galería de fotografías, tanto de antaño como actuales, es una cronología de
hechos y personajes que identifican a este distrito del norte de Potosí, que
durante el siglo XX jugó un papel importante en el desarrollo de la industria
estañífera de la Empresa Minera Catavi.
Antes
de proseguir, me gustaría aclarar que, desde hace tiempo, tenía ganas de
escribir un breve comentario sobre el libro del Prof. Jorge Moya Oporto, quien
a mucha honra se considera “Llamacancheño” (del canchón de llamas), por haber
nacido en Cancañiri, donde su padre trabajó como jefe de punta en la Sección
Beza de interior mina, entre 1937 y 1965; una período en el que produjo la
masacre de Catavi en los campos de María Barzola (1942), la revolución y
nacionalización de las minas (1952) y el golpe de Estado protagonizado por René
Barrientos Ortuño (1964).
Como
toda obra que entrega datos históricos, con precisiones socioeconómicas, hace
hincapié en la ubicación geográfica del municipio de Llallagua, el impulso
industrial del potentado Simón I. Patiño, el desarrollo del sindicalismo
revolucionario en la región, el excelente sistema educativo de los niños en la
escuela “Tomás Frías” y de los jóvenes en el colegio “Primero de Mayo”.
Asimismo, completa los capítulos del libro con la mención de los personajes más
connotados de los campamentos, los reencuentros de los residentes cancañireños
en Cochabamba y otras ciudades, y, junto con todo esto, el rescate de
anécdotas, mitos y leyendas de la memoria colectiva.
Varios
de los recuerdos estampados en el libro, sin resquicios para la duda, se
ajustan a la verdad del cronista, así el tiempo melle en la frágil memoria y
muchos de los recuerdos se empañen de subjetividad. Sin embargo, en el libro
que nos ocupa llama la atención cómo el corazón puede mantener intacto lo que
se amó alguna vez y cómo la memoria puede reproducir los instantes más
placenteros de la vida, Por lo tanto, no es casual que el Prof. Jorge Moya
Oporto pueda abordar con lucidez los momentos más gratos de su infancia, como
el desayuno escolar, la celebración de las festividades patrias y las aventuras
de un grupo de amigos que, luego de “ch’acharse” (escaparse de clases), se atreven
a trepar por las escarpadas laderas del cerro, hasta que uno de ellos se accidenta
tras resbalar en una roca y caer cuesta abajo.
En
la actualidad, cualquiera que suba a Cancañiri, por una cimbreante carretera,
polvorienta e inundada de sol, que los trabajadores denominaron “Avenida Juan
Lechín Oquendo”, se enfrentara a las ruinas de un pasado tan glorioso como los
campamentos de las poblaciones mineras de Siglo XX y Catavi, escenarios
constantes de las luchas obreras que, en medio de descargas de fusiles y
dinamitas, culminaron tanto en victoriosas hazañas como en sangrientas derrotas.
En
Cancañiri, enclavado en las faldas del Cerro Azul, se abrió una bocamina que en
las primeras décadas de la centuria pasada estuvo administrada por la Compañía
Estanífera de Llallagua, en poder de empresarios chilenos, quienes tuvieron que
defenderse, incluso con armas de fuego en la mano, de las amenazas del magnate
minero Simón I. Patiño, quien tenía interés de adueñarse, a cualquier precio,
de la bocamina de Cancañiri, en cuyos predios se emplazó un avanzado taller de
maestranza, una pulpería, una compresora para bombear aire a los inhóspitos
socavones y, como no podía faltar, algunos campamentos con viviendas alineadas
unas detrás de otras, donde los trabajadores vivían en condiciones no siempre
favorables.
En
la aridez del cerro, situado aproximadamente a 4.091 msnm, se ven todavía
algunas casas de barro y mampuesto, donde todos hacen esfuerzos por sobrevivir
a la miseria y hacer frente a las adversidades de una naturaleza agreste y
dura. Cerca de la bocamina, en una suerte de plataforma a punto de descolgarse
de una elevada pendiente, está la hilera de casuchas donde se venden enseres
relacionados con el laboreo minero, desde dinamitas hasta hojas de coca. No
faltan los improvisados comedores, en las dependencias de la antigua
maestranza, donde los trabajadores pueden desayunar o servirse un plato de
comida.
Algunos
de los cooperativistas tienen los guardatojos y las lámparas rentadas, mientras
otros, desprotegidos de toda seguridad social y laboral, ingresan a la mina
persignándose, sin saber si saldrán o no con vida, ya que trabajan en
condiciones precarias, arrastrándose como gusanos en los angostos parajes y sin
contar con herramientas propias del sistema de producción capitalista.
El
autor nos recuerda que en este mismo sitio, entre la maestranza y la pulpería,
se desarrollaba una frenética actividad comercial y cívica en otros tiempos.
Casi siempre estaba llena de peatones que iban y venían en todas direcciones.
Aquí se realizaban los desfiles escolares en las fechas patrias y aquí se
encontraba el “Club Miners”, con mesas de pingpong y de billar, que fueron el
orgullo de los cancañireños, quienes incluso contaban con un equipo de básquet
y de fútbol en todas las categorías. En la actualidad, el edificio del
“Club Miners” está en ruinas y de la
etapa dorada del deporte no quedó nada, salvo los recuerdos en la mente de sus
antiguos morados, quienes no dejan de relatar sus vivencias con lágrimas en los
ojos.
Este
libro quedará como el testimonio de una época en la que Cancañiri era un distrito
que tenía vida propia, con más de dos mil habitantes que, tras la búsqueda de
nuevos horizontes de vida y fuentes de trabajo, llegaron a poblar este cerro,
en cuyas faldas se formaron familiar y nacieron innumerables niños y niñas, que
conformaron las nuevas generaciones de jóvenes revolucionarios que, a pesar de
las nefastas consecuencias de la “relocalización” de 1985, no olvidaron el
legado de sus padres, que se enfrentaron con estoicismo a los regímenes más
nefastos de la historia nacional.
Ahora
solo queda felicitar al autor por haberse dedicado, con esfuerzo tesonero y
genuina pasión, a reunir los testimonios personales y los datos dispersos de la
historia de Cacañiri, porque no solo servirá para rememorar el glorioso pasado
de “uno más de los pueblos del estaño”, sino también porque constituirá un
valioso material de consulta para quienes deseen conocer, a través de la
lectura, las vicisitudes de muchas vidas recluidas en esos campamentos mineros
que, hoy por hoy, no son más que ruinas pobladas por fantasmas.
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