Por: Víctor Montoya
La tarde que acudí al acto programado en el Paraninfo de
la Universidad Nacional “Siglo XX”, en homenaje a los caídos en la masacre de
San Juan, la madruga del 24 de junio de 1965, me sorprendió ver en la antigua
parada de buses un edificio de fachada blanca, flaqueada por el monumento al
minero, con un libro en la mano, y el monumento a Ernesto Che Guevara, con el
fusil empuñado. Digo que me sorprendió, porque antes de la creación de esta
Casa Superior de Estudios, en este mismo lugar estaba la terminal de la “Flota
Bustillo”, cuyos propietarios expropiaron los terrenos de lo que antes fuera un
parque al servicio de los llallagueños.
En la parte superior del frontis destaca un escudo y
debajo una leyenda que, en letras en alto relieve, dice: Universidad Nacional “Siglo
XX". Estaba informado de que en la planta baja funcionaban las oficinas
administrativas, una sala de exposiciones y otra destinada al comité de
recepción; en tanto en la planta alta, había una sala de lectura, una pequeña
biblioteca y una amplia sala denominada Paraninfo “Galo Luna”. Sin embargo, lo
que no me habían informado es que, en la entrada principal al edificio, con
piso de mosaicos verdes y amarillos, estaba el busto de uno de sus principales
fundadores, el legendario luchador minero Cirilo Jiménez Álvarez, quien, desde
principios de los años ‘70 y consciente de que los hijos de los mineros y
campesinos tenían también derecho a la educación superior, impulsó la creación
de la Universidad Obrera, con el objetivo de formar a profesionales que
trabajen en los barrios, las minas y el campo, fortaleciendo la conciencia
política del pueblo, y no a profesionales cuyo único objetivo es alcanzar un
título y escalar en la meritocracia al servicio de los tecnócratas de las
clases dominantes.
Cuando vi el busto de don Cirilo, moldeado por el artista
Roque Coca y colocado sobre un pedestal de cemento, un “guardatojo” de minero y
un libro, el corazón me latió de una enorme alegría, no sólo porque sabía que
se trataba del padre fundador de esta Universidad, el 1 de agosto de 1985, al
amparo del Decreto Supremo 20979, firmado por el entonces presidente Hernán
Siles Suazo, sino también porque don Cirilo fue su “catedrático honorario”, su
primer Vicerrector y luego Rector, a nombre de la gloriosa Federación Sindical
de Trabajadores Mineros de Bolivia (FSTMB), organización matriz en la que don
Cirilo ejerció la Secretaria de Educación y Cultura, entre 1986-88, y que
imprimió su sello revolucionario en la malla curricular, al señalar que la
Universidad sería un mecanismo de formación científica para los profesionales
orgánicos y antiimperialistas.
Por otro lado, ver la imagen moldeada de don Cirilo me
pareció un hecho poco usual y hasta algo insólito, ya que el busto no
correspondía a una persona muerta, sino a una persona que todavía estaba viva;
un gesto que no siempre suele suceder en nuestro medio, donde los homenajeados
primero tienen que estar bajo tierra. No en vano en la plaqueta, que fue
descubierta el 1 de agosto de 2010, a modo de conmemorar las “Bodas de Plata”
de esta Casa Superior de Estudios, destaca la siguiente inscripción: “Los
trabajadores administrativos, docentes de la Universidad Nacional Siglo XX y
pobladores de Llallagua rinden su homenaje de agradecimiento al creador y
fundador de la UNSXX, Cc. Cirilo Jiménez Álvarez”. Y para rematar, la
Universidad lo invistió “Doctor Honoris Causa” en 2013. Por éstas y otras
consideraciones, estando tan cerca de él, a quien siempre lo consideré un
auténtico sindicalista y un animal político en vías de extinción, dije para mis
adentros: “¡Qué carachos! ¡Aquí me tomo una foto!”.
El busto, moldeado con gran sentido estético, quedó casi
idéntico al original, pues cualquiera que lo vea, de arriba a abajo, de un
costado y de otro, distinguirá los rasgos característicos de la formidable
personalidad de don Cirilo; sus ojos de mirada penetrante debajo de sus
arqueadas cejas, su nariz recta y sus cabellos recortados al estilo cadete o “Firpo”,
hirsutos como sus mostachos parecidos a las gruesas cerdas de un cepillo, le
daban un peculiar aspecto a su perfil de hombre rudo; no en vano entre amigos y
camaradas lo llamábamos con cariño: “Khisko Cirilo”, un sobrenombre que a él no
le molestaba en lo más mínimo, no sólo porque estaba acostumbrado a los
apelativos que se ponían entre mineros, sino también porque era dueño de una
ejemplar autoestima, que lo convertía en el prototipo del luchador obrero,
capaz de enfrentarse a los peligros sin más armas que su fortaleza física y
resistir en silencio los embates del enemigo, con los puños y los dientes
apretados.
El 23 de junio de 2015, a tiempo de disertar sobre el
tema “Testimonio y literatura en torno a la masacre de San Juan”, en el
Paraninfo “Galo Luna” de la Universidad, no pude resistir a la tentación de
confesarles a los presentes que don Cirilo fue como mi segundo padre y que de
él, a pesar de su origen de clase, su escasa formación escolar y su condición
de obrero de interior mina, aprendí varias cosas elementales de la vida; eso
sí, a carajazo limpio, como era la forma de enseñar a los changos de mi época.
Esa misma noche, cuando abandoné el Paraninfo de la
Universidad Nacional “Siglo XX”, se me arremolinaron en la mente una serie de
recuerdos que conservaba en la memoria; todos ellos relacionados con don
Cirilo, a quien tuve el privilegio de conocerlo desde siempre, desde que en mi
casa se hablaba sobre las travesuras de su papagayo, que para él, más que una
simple mascota, era como un hijo, hasta que nos fuimos a vivir muy cerca de su
casa, ubicada en la Calle Mariscal Santa Cruz, N. 126, cerca de la Avenida
María Barzola, de la población de Llallagua.
Las travesuras del papagayo
Cuando aún era niño, escuché contar una de las historias
más fascinantes de la vida de este personaje nacido en el pueblo de Tacaraní,
al norte del departamento de Potosí, en 1930. Decían que el día en que el “pajarero”
apareció en las calles del pueblo, empujando una carroza de cartones y
cañahuecas, don Cirilo asomó la cabeza a la puerta y constató que ese hombre de
aspecto salvaje, que tenía un tocado de plumas y aros ensartados en los labios,
vendía aves tropicales en las tierras áridas del altiplano. Don Cirilo, sin
lavarse la cara ni afeitarse la barba, se puso la chaqueta de cuero y salió
detrás del “pajarero”, quien, aparte de imitar el trino de un pájaro
desconocido, llamaba la atención de los niños con una iguana tendida sobre su
hombro.
Cuando el “pajarero” se instaló en la plaza del pueblo,
donde expuso las jaulas que contenían pájaros de todos los colores y tamaños,
los curiosos se quedaron pasmados, preguntándose si acaso esas aves provenían
de algún Paraíso.
Don Cirilo, atraído por unos pichones que revoloteaban en
el nido, se abrió paso entre el tumulto, acercándose a la jaula. El “pajarero”
le enseñó los dientes afilados y le señaló el precio con los dedos de la mano.
Don Cirilo le extendió un billete y, colmado de alegría, adquirió el pichón de
un papagayo.
Los vecinos, al verlo regresar con el pichón entre las
manos y más contento que nunca, dijeron que don Cirilo se adoptó un hijo,
puesto que doña Esther, una chola nortepotosina de atractivo rostro y
admirables proporciones, no pudo darle un heredero, quizás, pretextando que los
revolucionarios están más comprometidos con su causa que con la crianza de los
hijos.
Don Cirilo sublimó sus ansias de ser padre en ese pichón
de color encarnado, en el cual depositó todas las fuerzas de su cariño. Meses
más tarde, ese pichón que entró en su casa, temblando como un pollo mojado, se
convirtió en un hermoso papagayo, cuya alzada superó a la del gallo más grande
del corral; tenía las alas radiantes como el arco iris, las patas plumosas, el
pico curvado y un colorido penacho en la cabeza.
Don Cirilo, además de alimentarlo con frutas y semillas,
que el papagayo se llevaba al pico valiéndose de sus patas prensiles, estaba
cada vez más fascinado por la destreza lingüística de ese animal que aprendió a
imitar la voz humana, a repetir palabras obscenas y frases revolucionarias, que
don Cirilo le enseñaba todos los días al llegar del trabajo.
El papagayo, con el transcurso del tiempo, se acostumbró a
la vida doméstica y a meterse sigilosamente en el gallinero que había en el
patio de la casa, donde se convirtió en el terror de los gallos, que
correteaban con los espolones erizados, y en el macho predilecto de las
gallinas que, al verlo atravesar el alambrado, empezaban a cacarear como si
fueran a poner huevos.
La vida doméstica del papagayo no estaba libre de
peligros, como cuando se sentía acosado por el gato negro, que jugaba con las
gallinas hasta el cansancio, antes de partirles el pescuezo de un zarpazo y
comérselas plumas y todo. Por eso el papagayo, cada vez que advertía la
presencia silenciosa del gato, revoloteaba como una mariposa hostigada y, dando
brincos por encima de los muebles, chillaba desesperado: “¡Alcahuete! ¡Hijos de
puta!”, hasta que aparecía la esposa de don Cirilo, quien, blandiendo el palo
de la escoba, hacía que el gato saliera al patio disparado como una flecha.
Una mañana, mientras don Cirilo estaba aún tendido en la
cama, la mirada clavada en el techo y las manos cruzadas sobre el pecho, un
grupo de policías irrumpió en su casa, tumbando la puerta a culatazos y
vociferando a voz en cuello:
–¡Está detenido, carajo! ¡Vístase y acompáñenos!
El papagayo, enmudecido por el pánico, voló por encima de
las armas de fuego y aterrizó sobre el empedrado del patio, donde la esposa de
don Cirilo rompió a llorar a gritos, enjugándose las lágrimas con el borde de
la enagua.
Don Cirilo, acostumbrado a las detenciones arbitrarias
por parte de las fuerzas represivas del gobierno, se vistió en silencio y
cabizbajo, en tanto los policías, de guantes negros y caras cubiertas con
pasamontañas, requisaban todos los recovecos de la casa, aventando los objetos
sobre el papagayo.
Una semana después, cuando don Cirilo volvió con el
cuerpo marcado por las secuelas de la tortura, el papagayo se le trepó hasta el
hombro y, acariciándole la mejilla con su penacho, repitió la frase que más le
encantaba a don Cirilo: “¡Viva la revolución!...”.
Don Cirilo no pudo contener la emoción y sintió que las
lágrimas le partían la cara, mientras su esposa, abalanzándose a sus brazos y
secándole las lágrimas con los besos, le dio la bienvenida. Don Cirilo volvió a
la calma, hinchó el pecho y dijo:
–Estos carajos no me cambiaran los ideales ni quitándome
la vida.
El papagayo, tras repetidos allanamientos, adquirió un
trauma que se reflejaba en la inquietud de su mirada. Sentía un odio instintivo
contra todo hombre uniformado y no soportaba la presencia de nadie que llevara
un revólver al cinto. De ahí que cuando un policía cruzaba por la calle
taconeando sobre el empedrado, el papagayo se balanceaba en su aro de metal
bruñido, abría las alas, emitía graznidos y repetía: “¡Alcahuete! ¡Hijos de
puta! ¡Viva la revolución!”...
Así es como el papagayo de don Cirilo, sin quererlo ni
saberlo, se convirtió en el portavoz de los ideales de su dueño, quien lo mimó
como a su propio hijo, hasta la noche en que un grupo de policías, en uso de
sus atribuciones y cumpliendo órdenes del Ministerio del Interior, decidió
allanar su casa, con el firme propósito de acabar con la vida del papagayo que,
apenas los vio entrar en patota, aleteó nervioso y, sin dejar de pronunciar las
frases que le enseñó don Cirilo, chilló una y otra vez: “¡Hijos de puta! ¡Viva
la revolución!...”.
Ahí nomás, uno de los policías, cansado ya de tolerar los
insultos del papagayo, le dio un culatazo de fusil en la cabeza y lo aterrizó
contra el piso, el pescuezo partido y las alas desplegadas como abanicos.
La pasión por el fútbol
Algunas veces, desde las primeras horas de la mañana y
sobreponiéndose a los frígidos soplos del viento, entrenaba a su equipo de
fútbol en una cancha llena de granza, donde había dos herrumbrosos arcos y
ninguna línea marcada en el campo de juego. Entiendo que por entonces había que
entrenar “a la que te criaste”, con la camiseta salpicada de “copajira” y una
pelota envejecida de tanto chutearla. Lo importante era avanzar en la tabla de
posición del torneo minero, ya sea entre chorros de sudor o accesos de “mal de
mina”, que luego se compensaba con una buena ronda de cervezas y un buen plato
de comida.
Don Cirilo no en vano fue Secretario de Deportes de la
Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia (FSTMB), entre 1982-84,
aunque ya mucho antes, con el pito en la boca y una verdadera pasión por el
fútbol, correteaba junto a los obreros más jóvenes de su sección, donde no
faltaban los fanáticos capaces de darlo todo por este deporte que despertaba
encendidas discusiones entre los rivales, quienes empezaban insultándose y
acababan abrazándose, como resignados a aceptar que en todo deporte existen
ganadores y perdedores.
Don Cirilo fue también uno de los impulsores del
campeonato infantil inter-seccional minero, donde jugaban los hijos de los
trabajadores de la Empresa Minera Catavi. Aún recuerdo aquel año en que los
hijos de los mineros de su sección salieron campeones y sus padres, a modo de
incentivarlos con un “premio extra”, prometieron darles una linda sorpresa:
llevarlos a disfrutar de un partido amistoso entre Wilstermann y un equipo
argentino cuyo nombre no recuerdo, en el Estadio Félix Capriles de la ciudad de
Cochabamba.
La mañana en que iba a partir la flota rumbo a la ciudad
valluna, los niños, que habían sido los campeones del torneo inter-seccional de
fútbol, tenían los rostros pletóricos de alegría y conversaban en medio de una
impresionante algarabía, hasta que me vieron entrar en la flota de la mano de
don Cirilo. Estaba claro que yo no formaba parte del equipo, que era un
completo desconocido para ellos y, lo que es peor, un simple “colador”, que no
merecía “premio extra” ni nada que celebrar.
Don Cirilo, al darse cuenta de la reacción de los niños, que
no dejaban de mirarme como a una liebre camuflada entre gatos, les explicó que
yo era el hijo de un minero que trabajaba en la misma sección donde trabajaban
sus padres. Los niños le escucharon callados y, al poco tiempo, volvieron a la
chacota, hasta que don Cirilo, luego de darles instrucciones a los padres
encargados de acompañar al equipo de rapazuelos, le ordenó al conductor poner
en marcha el motor.
En Cochabamba pasamos la noche en un alojamiento y al día
siguiente, que era un sábado de sol radiante, la flota nos trasladó hasta las
inmediaciones del Estadio Capriles. Esa fue la primera y única vez en mi vida,
y gracias a los buenos oficios de don Cirilo, que vi un partido de fútbol en
una cancha reglamentaria y a dos equipos integrados por jugadores
profesionales. ¡Toda una sensación!
Los árboles son como los humanos
El año 1974, cuando mi padrastro se encontraba exiliado
en una guarnición militar de la capital paraguaya, junto a un grupo de
dirigentes sindicales y políticos bolivianos, que fueron víctimas de la
represión desencadenada por la “Operación Cóndor”, mi madre se hizo de tres
pequeñas plantas, que tenían las raíces cubiertas con un puñado de tierra y
metidas en una bolsa de plástico. Como era natural, me pidió que los plantara
en el patio, para ornamentar mejor el pequeño jardín de la casa.
Cogí un pico y una pala, me remangué la camisa hasta los
codos y empecé a cavar la tierra que, en esa época del año, estaba tan dura
como una roca. En ese momento apareció don Cirilo, quien, a poco de observarme
de cerca, me llamó la atención. Me dijo que el diámetro de los hoyos tenían que
ser más grandes y tener mayor profundad, porque de lo contrario no podrían
desarrollarse las raíces de los pequeños árboles y, consecuentemente, se morirían
en un par de semanas.
En un principio, aunque parezca raro, no entendí su
razonamiento y mucho menos su explicación. Entonces él, al verme desconcertado
y con la cara empapada en sudor, tomó el pico y, con la regia musculatura que
exhibía en los brazos, cavó los tres orificios como si nada, pero salpicándome
con la tierra que me dejó cubierto de polvo. Introdujo los arbolitos en los
orificios y luego los rellenó con la misma tierra que extrajo a punta de pico y
pala. Después hizo una pausa, se dirigió hacia a mí y, con la severidad de un
maestro que regaña a su alumno, dijo:
–¡Eres un inútil! Cómo no vas a saber que los árboles son
como los humanos, que necesitan agua y un terreno blando para vivir. Así que
ahora trae un balde de agua para regarlos uno a uno. Este ejercicio tienes que
repetir al menos un par de veces a la semana…
Yo me quedé mudo, mirándole de reojo, con la cabeza gacha
y las piernas separadas sobre la tierra apisonada. Luego di media vuelta y me
apresuré en cumplir su pedido, pero cuando regresé al patio, con el balde lleno
de agua, don Cirilo ya no estaba. De modo que a mí me tocó regar los arbolitos
desde ese día, sin otro pensamiento que seguir a raja tabla las instrucciones
de don Cirilo, quien estaba acostumbrado a decir las verdades con palabras
duras y sin temor a herir las sensibilidades. Lo importante es que de él
aprendí varias lecciones, aunque sus enseñanzas no siempre eran las más
didácticas ni pedagógicas, probablemente, debido a que los conocimientos que
compartía con sus semejantes no los aprendió en una institución académica sino
en la escuela de la vida.
El paquete de libros y armas
En otra ocasión, cuando ya había pasado el umbral de la
pubertad, fui testigo de un hecho insólito que se me grabó en la memoria con
nitidez asombrosa. Fue la mañana de un fin de semana, en que se reunieron sus
camaradas convocados, en absoluta confidencia y medidas de seguridad, en el
patio de su casa. Yo asistí a esa reunión en compañía de mi padrastro, quien
trabajada con don Cirilo en la misma sección de interior mina. Como éramos
vecinos y nos comunicábamos a través del patio por el cual cruzaba un
riachuelo, donde desembocaban las aguas servidas del Hospital Coposa, nos
metimos en el patio de su casa.
Apenas cerramos la puerta a nuestras espaldas, escuchamos
la voz de don Cirilo, quien, refiriéndose a mi presencia, preguntó:
–¿Qué hace aquí este chango?
Mi padrastro le contestó que no había problemas y que
podía estar tranquilo.
El calor era sofocante y, poco a poco, llegaron otros
obreros por la puerta que daba a la calle. Eran los militantes más fieles de su
partido y sus camaradas de mayor confianza. Cuando todos estuvieron reunidos,
don Cirilo sacó un pesado cartón de su dormitorio y lo puso sobre la tapia del
patio. No dijo qué contenía ni de dónde provenía. Luego procedió a abrirlo,
ante la mirada expectante de todos, con la ayuda de un cuchillo.
Yo permanecí parado cerca de ellos, a unos pasos más
atrás, pero sin decir nada y con la mirada puesta en los movimientos que
ejecutaba don Cirilo. Cuando se abrió el cartón, como si se tratara del cofre
de un galeón averiado en el fondo del mar, todos clavaron la mirada en el
interior de esa extraña encomienda, que no llevaba la dirección del remitente,
pero sí el nombre de don Cirilo, rotulado con un marcador de grueso calibre.
El cajón contenía ejemplares del libro de Guillermo Lora,
que tenía una sobrecubierta a colores, con el título de una supuesta novela,
aunque en la verdadera cubierta del libro, que parecía un folleto en edición
rústica, se leía: “De la Asamblea Popular al golpe fascista”. Debajo de los
ejemplares de la obra de Guillermo Lora, quien, supuestamente, sabía del envío
de este paquete, estaban los “Siete ensayos de la realidad peruana”, del
ideólogo marxista José Carlos Mariátegui. Lo más sorprendente era que debajo de
los libros, que don Cirilo los apiló a un costado del cartón, estaban algunas
armas de fuego, cuyos cañones cortos, expuestos a la luz del sol, brillaban con
todo el fulgor de su belleza.
Don Cirilo sacó las armas una a una, mientras sus
camaradas presentes, entre comentarios a media voz y mirándose por el rabillo
del ojo, se escogieron los revólveres y las pistolas. Algunos de ellos,
apartándose del cartón, incluso apuntaron el arma contra el manto azul del
cielo y, con el ojo derecho puesto en el mirador, la pasearon de un lado a
otro, como si buscaran un punto fijo, para luego apretar el gatillo y disparar
contra el blanco.
Pasado el mediodía, todos se fueron por donde llegaron,
llevándose las armas y los libros. Yo retorné a casa junto a mi padrastro,
quien caminaba callado y a paso lento, hasta que de pronto, en un intento por
despejar una duda que me asaltó en esa reunión misteriosa y clandestina, le
disparé una pregunta a quemarropa:
–¿Cuándo piensan usar las armas?
Mi padrastro no me miró ni me contestó, se tropezó en una
piedra y siguió caminando, hasta que llegamos al patio de nuestra casa, tras
desandar por el mismo sendero que nos comunicaba con la casa de don Cirilo.
El sindicalista revolucionario
Don Cirilo, sin lugar a dudas, pertenecía a la vieja
guardia del sindicalismo revolucionario. Era uno de los cuadros más firmes de
su partido, desde que ingresó a trabajar como empleado de Bienestar en 1952 y
después en el interior de la mina; una época que le permitió participar, junto
a César Lora e Isaac Camacho, en el apasionante trabajo sindical, donde se
forjó al calor de los acontecimientos, en el seno mismo de la clase obrera, con
una actitud tan inflexible como sus ideales. No en vano sus enemigos políticos
le temían y lo tenían como a uno de los pocos dirigentes mineros capaces de
defender sus principios ideológicos hasta la hora de su muerte.
Quienes estuvieron con él en las playas de Sora-Sora, en
octubre de 1964, contaban que don Cirilo estaba siempre a la cabeza de una
columna disciplinada de mineros pertrechados con ametralladoras, fusiles y
dinamitas, prestos a tender un cordón de fuego en el campo de batalla, ya sea
para impedir el avance de las tropas militares o para lograr una eventual
victoria. Por lo tanto, no era exagerado referirse a las impresionantes proezas
de don Cirilo, destacándolo como a un audaz combatiente de la revolución
proletaria; tampoco era raro que sus compañeros testimoniaran que este hombre
de agallas y temperamento volcánico, al grito de “ataque” o “repliegue”,
brillaba con su mayor esplendor en medio de las ráfagas de ametralladora y los
tiros de fusil.
En los años de resistencia contra la dictadura militar de
Hugo Banzer Suárez, lo vi actuar con firmeza y decisión inquebrantables.
Algunas veces, compartimos el mismo balcón del Sindicato de Siglo XX, donde
arengábamos a las masas reunidas en la Plaza del Minero. No faltó la vez en
que, acercándose a mí, con la mirada penetrante y el “guardatojo” salpicado de “copajira”,
me advirtió: “No tienes que hablar en esa asamblea. Te vas a quemar. Hay muchos
agentes y crumiros infiltrados. Si nos apresan a los dirigentes sindicales,
¿quiénes nos van a reemplazar en la lucha?...”.
El régimen de René Barrientos Ortuño, que asesinó a César
Lora en 1965 y desapareció a Isaac Camacho en 1967, desató una sañuda
persecución contra los dirigentes mineros de Siglo XX y Catavi. Don Cirilo fue
retirado de su fuente de trabajo y pasó a experimentar la dura vida
clandestina, hasta que en 1970 fue reincorporado como “Operador” de molienda en
la “Planta Sink & Float” de la Corporación Minera de Bolivia
(COMIBOL).
Don Cirilo, debido a su carácter poco dado a la hipocresía
y las jaranas, era admirado por unos y rechazado por otros. Nunca ocupó el
cargo de Secretario General del Sindicato Mixto de Trabajadores Mineros de
Siglo XX, pero su palabra orientadora era escuchada con atención por sus
compañeros. En los momentos más álgidos que vivió la clase obrera, durante los
años ‘70 y ‘80, estuvo siempre a la vanguardia y demostró su inquebrantable
valor de lucha. Los trabajadores depositaban en él todas sus confianzas,
convencidos de que era el hombre indicado para representarlos allí donde había
que dar la cara y poner la palabra. Es decir, don Cirilo parecía poseer la
tabla de salvación en los conflictos más peliagudos de la lucha sindical.
Su actividad política, para bien o para mal, estaba ligada
íntegramente a su vida sindical. Era uno de esos cuadros obreros que, luego de
haber dejado el campo y haberse proletarizado en la mina, se convirtió en leal
militante de su partido, asimiló las enseñanzas del marxismo-leninismo y fue
por varios años el indiscutible delegado de base de su sección, donde algunos
de sus opositores, no se cansaban de serrucharle el piso para procurar su
caída.
Sus enemigos políticos, siempre que don Cirilo les ponía
en su lugar de un solo carajazo, se vengaban con odio y hasta con saña, como
ocurrió aquella vez en que los tres hermanos Ramírez se le enfrentaron
cobardemente en el interior de la mina. Lo sujetaron de pies y manos, lo
golpearon de manera brutal y, para acabar con su vida, lo arrojaron en un “buzón”
de la galería. Por fortuna, la fortaleza física de don Cirilo jugó a su favor.
Se agarró como una araña de las salientes de la roca y, mientras los tres
hermanos se alejaban del lugar, don Cirilo se dio fuerzas para salir del “buzón”,
como los héroes de las películas que logran salvar sus vidas por un pelo.
Cuando mi madre me avisó que don Cirilo estaba internado
en el Hospital de Catavi, con múltiples heridas en la cabeza y el cuerpo, sentí
una extraña sensación parecida a la impotencia y el coraje. Me alisté de
inmediato y fui a visitarlo. Lo vi tendido de bruces sobre un catre demasiado
pequeño para su porte. Me acerqué hasta el velador que estaba al lado de la
cabecera, le saludé con el mismo respeto de siempre y, mirándole las vendas que
cubrían sus heridas, le pregunté:
–¿Qué le pasó, don Cirilo?
Él me miró fijamente, se tragó un amago de saliva y,
enseñándome sus dientes menudos y apretados, contestó:
–No es nada grave. Mañana estaré otra vez de pie y me iré
a casa…
Tiempo después de aquel infausto incidente, me enteré que
don Cirilo, apenas fue dado de alta y retornó a su trabajo, se enfrentó a los
tres hermanos Ramírez, pero está vez, como quien busca una justa revancha: los
agarró uno a uno entre las penumbras de la galería y les sacó la “entretela” a
puño limpio. De este modo, los hermanos Ramírez, aquejados por la gentil paliza
que les propinó don Cirilo, aprendieron la lección de que no eran los “Tres
Mosqueteros” y mucho menos machos nacidos para enfrentarse solos en un combate
cuerpo a cuerpo.
Así era don Cirilo, un hombre de palabras y acciones, un
dirigente sindical dispuesto a la batalla y un militante que lo daba todo por
el todo. Lo pude comprobar las veces que nos cruzamos en el activismo
revolucionario contra la dictadura de Hugo Banzer Suárez, cuando participábamos
en las apoteósicas asambleas de la Plaza del Minero, en cuyo balcón de oradores
del Teatro Sindical “Federico Escóbar Zapata”, cruzábamos nuestras miradas sin
dirigirnos la palabra; cuando participamos en el Congreso Nacional Minero de
Corocoro, en mayo de 1976, donde él asistió como delegado de los mineros de
Siglo XX y quien firma este texto en representación de la Federación de
Estudiantes de Secundaria de la provincia Rafael Bustillo; y, poco tiempo
después, exactamente el 9 de junio de 1976, cuando las tropas militares
intervinieron los centros mineros, nos reencontramos en la reunión que se
efectuó en la bocamina de Siglo XX, donde se determinó, por votación unánime,
que los dirigentes de los mineros, “amas de casa” y estudiantes, debían
refugiarse en el interior de la mina, para evitar la represión y el
descabezamiento de la resistencia organizada contra la dictadura militar.
Don Cirilo, con la convicción propia de los dirigentes
revolucionarios, demostró toda su pasta de organizador clandestino, porque se
daba modos de mantenerse en contacto permanente con los obreros de exterior
mina, quienes, paso a paso y a través de un teléfono a manivela, le transmitían
las noticias en torno a las acciones de las tropas militares en la población de
Llallagua y los campamentos mineros de Siglo XX, Catavi y Cancañiri. En
realidad, don Cirilo, un hombre más práctico que teórico, demostró, una vez
más, que la lucha sindical se la podía realizar incluso desde el interior de la
mina, como en los tiempos en que Isaac Camacho organizó y dirigió los “sindicatos
clandestinos” para enfrentarse al régimen de René Barrientos Ortuño.
Al cabo de unos días, cuando don Cirilo fue informado de
que los militares y agentes del gobierno estaban planificando ingresar a la
mina, se realizó una reunión de emergencia y se decidió abandonar las galerías
lo antes posible. Así que unos salieron por la bocamina de Siglo XX y otros por
las bocaminas de Cancañiri y Socavón Patiño. Ésa fue la última vez que lo vi a
don Cirilo, actuando con serenidad y cautela, refiriéndose a sus compañeros con
palabras de aliento y moviéndose con las mismas energías de siempre.
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