Por: Víctor Montoya
Todas las mañanas, como
todos los días de la semana, Felicidad Alegría se levantaba tarareando los
bailecitos de su pueblo, preparaba el desayuno con manos ágiles y, después de
desayunar y lavar las vajillas con agua fría, se echaba la manta sobre los
hombros y se marchaba a la pulpería, donde trabajaba despachando frutas y verduras
a las mujeres de los mineros.
No tenía hijos ni marido,
pero no le faltaban los pretendientes que soñaban con hacerla suya. Era, a primera vista, una mujer sin edad ni
pecados; tenía los ojos enormes, los labios carnosos y la nariz respingona.
Aunque vestía con austeridad, como toda mujer recatada de pueblo chico, no
podía esconder sus atributos que embelesaban a los hombres, quienes, cada vez
que ella corría batiendo las trenzas en el aire, fijaban la mirada en sus
abultados pechos y en sus magníficas nalgas que se contoneaban al ritmo de sus caderas, como diciendo a cada paso: “uno para ti, otro para
mí…”.
Vivía sola en una casita
alejada de la población minera, donde todos la conocían por su amabilidad y sonrisa
a flor de labios. Las mujeres decían que su nombre se ajustaba a su carácter,
porque siempre estaba alegre y feliz con la vida, al menos desde que ingresó a
trabajar en la pulpería de la empresa minera, donde cumplía con sus
obligaciones de manera puntual y responsable.
Así transcurrían sus
días, entre la casa y el trabajo, hasta que una mañana, apenas puso los pies en
la calle y se dispuso a asegurar la puerta, vio que alguien había claveteado un
rechoncho sapo a la altura de la cerradura. Ella dio un salto atrás y pegó un
grito de espanto al ver cómo el animal, los ojos saltones y las patas estiradas
en medio de un chorro de sangre, se debatía entre la vida y la muerte, atravesado
por un clavo que le partió el espinazo.
Felicidad Alegría, que no
tenía enemigos ni enemigas entre los pobladores, pensó que se trataba de una
broma de mal gusto de parte de alguien que se propuso amargarle la vida, ya sea
por envidia o por celos infundados, ya que ella nunca había coqueteado con los
hombres solteros y mucho menos con los casados, pues llevaba una vida solitaria
y muy reservada con los desconocidos. Por eso mismo, no entendía quién pudo haber
sido el autor o la autora del macabro hecho, que le puso los vellos de punta y la
hizo temblar de pies a cabeza.
Desclavó al sapo
moribundo y lo tiró a la cuneta por donde discurrían las aguas de la copajira.
Después aseguró la cerradura con la llave y se dirigió al trabajo, pero sin
dejar de pensar quién pudo haber sido la persona que claveteó al sapo en la
puerta de madera y, más todavía, por qué lo hizo si ella jamás causó daño alguno a nadie en la población
minera.
Desde esa mañana pasaron
varios días y varias noches, pero Felicidad Alegría no volvió a ser la misma; cambió
su semblante de mujer risueña por otro que denotaba preocupación y tristeza. No
lograba conciliar el sueño ni se levantaba tarareando los bailecitos de su
pueblo. Quienes la encontraban en la calle, la veían caminar cabizbajo y
cubriéndose la cara con la punta de la manta, como si sintiera vergüenza o
quisiera huir de las miradas indiscretas de la gente.
“¡Pobrecita la Feli!, suspiraban unas. “¿Qué
le habrá pasado?”, se preguntaban otras, sin salir del asombro ni dejar de
cuchichear entre ellas los posibles móviles del repentino cambio en su
semblante y su carácter.
Felicidad Alegría era una
de las tantas mujeres que emigraron del campo a las minas del norte de Potosí,
tras la bonanza que produjo la explotación de los yacimientos de estaño. Llegó
sola desde su pueblo y sola se estableció en la casa donde encontraría la
desgracia.
La noche en que el cielo
se rompió en intermitentes aguaceros, Felicidad Alegría, que yacía en la cama
intentando dormir para recuperar las energías perdidas, escuchó unos pasos
acercándose hacia la puerta. Quiso levantarse para ver de quién se trataba, pero
una ola de miedo la inmovilizó, hasta que los pasos se alejaron como
arrastrados por el viento.
Al amanecer del nuevo
día, cuando el sol empezó a teñir las montañas con su rosado resplandor, ella
ganó la calle y, con una extraña sensación en el cuerpo, vio las huellas de unos
zapatos sobre el barro que dejó el aguacero. Ni bien levantó la mirada para
asegurar la cerradura, se encontró con un papel azul pegado con dos alfileres
en la puerta. Ella lo cogió entre los
dedos y leyó el mensaje que decía: “HOLA, MI AMOR. SÓLO QUIERO QUE SEPAS QUE
NUNCA DEJARÉ DE AMARTE”. Y, a manera de firma, concluía: “VOLVERÉ OTRO DÍA”.
Felicidad Alegría se
quedó sorprendida. Metió la llave en la cerradura y aseguró la puerta, pero
antes de marcharse, camino al trabajo, volvió a deletrear las palabras escritas
con letras mayúsculas, como no queriendo aceptar el mensaje que tenía delante
de sus enormes y negros ojos.
Por supuesto que ella no
contó a nadie sobre los extraños sucesos que estaban pasando en su vida. No
obstante, sus compañeros de trabajo, que la tenían en gran estima, intuían que
algo malo estaba ocurriendo con Felicidad Alegría, a quien se la veía cada vez más
callada y huidiza, porque ya no hablaba con la misma voz cantarina ni regalaba
sonrisas con la misma gracia de chola atractiva; al contrario, mostraba una
conducta más taciturna y reservada, como si de veras escondiera un secreto
fatal en el fondo de su alma.
Desde la mañana en que
leyó el mensaje escrito en el papel azul, que ella lo estrujó para meterlo en el
bolsillo de su pollera, se le apoderó la idea de que alguien le estaba
siguiendo los pasos y la tenía entre ojos, con ganas de darle una lección
merecida, luego de hacerla sufrir de angustia, miedo y desesperación.
En efecto, ni bien
Felicidad Alegría retornó de su trabajo, donde sus compañeros se despidieron como
si fuese por última vez, se desató las trenzas que le barrían los hombros y se
metió en la cama, sin más prendas que una enagua que dejaba entrever las sensuales
curvas de su cuerpo. Era la primera vez que dormía así y la primera vez que
dejó de pensar en el sapo.
Cuando las agujas del
reloj marcaban las doce en punto, escuchó que unos pasos, los mismos de la
noche en que dejaron el mensaje, se detuvieron delante de la puerta. Ella,
empujada por la curiosidad de descubrir al malhechor, se levantó de la cama, se
calzó las abarcas de cuero, se cubrió los hombros con la manta de alpaca y,
caminando sobre la punta de los pies, avanzó sigilosamente hacia la puerta.
Desaseguró el cerrojo sin hacer ruido y, apenas abrió de golpe, vio la imagen
de un hombre vestido de negro, sombrero alón y botella de singani en la mano.
–¿Quién eres y qué
quieres? –preguntó con voz temblorosa, sintiendo un sudor frío en la frente y
un soplo de aire caliente aplastándole la nuca.
El hombre levantó la
cabeza y, bajo la tenue luz de la luna, Felicidad Alegría reconoció el rostro
del hombre a quien, tras haberle negado su amor, se quitó la vida en su pueblo,
arrojándose a la quebrada de un turbulento río, en cuya orilla lo encontraron
dos días después de que lo vieron salir de la chichería, donde él prometió, borracho
y a voz en cuello, volver otro día para llevarse al amor de su vida al más allá.
Felicidad Alegría, sin poder
creer en la aparición que tenía delante de sus ojos, sintió que el miedo se le
instaló en el cuerpo y los recuerdos se le desordenaron en la mente.
–¿A qué has venido? –le
preguntó, con el corazón palpitándole como un sapo a punto de escapársele por
la boca.
–He venido para acabar
con tu vida, como tú acabaste con la mía…
–¿Acaso no estás muerto?
–le preguntó, presa el alma de un miedo lacerante y de una angustia más que
dolorosa.
–Estoy muerto, pero prometí
retornar para llevarte conmigo…
–¡Nooo…! –gritó ella,
intentando cerrar la puerta con todas sus fuerzas, pero él se lo impidió sujetándola
con una mano.
Entonces ella, dándose
por vencida y maldiciendo su suerte, se cubrió la cara con la manta y
retrocedió hacia la cama, donde él aprovecho para tumbarla con todo el furor de
su alma.
Felicidad Alegría,
retorciéndose bajo el cuerpo del hombre a quien lo rechazó por borracho y
pendenciero, suplicaba a grito pelado que no la mate ni la maltrate. Y que si
él retornó del más allá como condenado, ella estaba dispuesta a entregarle su
amor a cambio de que la dejara vivir tranquila.
El hombre, que poco antes
puso el sombrero y la botella de singani sobre el velador, desoyó los ruegos de
Felicidad Alegría y, como quien goza del sufrimiento infligido a la mujer
amada, le atrapó por el cuello con sus robustas manos y la estranguló como a un
pajarito, reventándole las vértebras cervicales, y haciendo gala del mismo
gesto de satisfacción que sienten los seres vengativos que no encuentran la paz
ni el oscuro reino de la tumba.
A la mañana siguiente,
Felicidad Alegría desapareció como si se la hubiese tragado la tierra o se la
hubiese llevado el viento; lo peor es que nadie se presentó para reclamar por
su vida, ni siquiera sus parientes más allegados, así es que no se la volvió a
ver en las calles, ni se volvió a saber de ella, ni se volvió a pronunciar su
nombre, porque según las supersticiones de la gente, Felicidad Alegría, que un
día apareció sola en la población minera y otro día desapareció sin dejar
rastro alguno, cargaba la desgracia escondida en su nombre y su belleza.
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