Por: Víctor Montoya
Cuando le informé al Tío*
que muchos de los que bailan en Oruro, sin saber lo que bailan, desconocían el
verdadero origen del Carnaval, hizo chisporrotear la lumbre de sus ojos y se
quedó calladito en siete idiomas. Acto seguido, mientras encendía su
cigarrillo, asistió con un tono de furia en la voz:
–Ya ves, ya ves... Es
lamentable que la gente no sepa que fui yo, y nadie más que yo, el promotor del
Carnaval de Oruro, de esa festividad fastuosa que ahora llaman Obra Maestra del
Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad... Y si no me lo crees o dudas de
mi palabra, pregúntales a los antropólogos, etnólogos e historiadores, quienes
de seguro confirmarán que, efectivamente, conmigo se inició el Carnaval en la
tierra de los urus.
–Eso quiere decir que a
ti te debemos la grandiosidad de esa fiesta que, como el Carnaval Minero en
Potosí, sacude los cimientos de nuestro acervo cultural –le dije, en un intento
por amainar su furia.
–Así es, pues –repuso–.
La tradición oral relata que todo se inició tras el descubrimiento de la imagen
milagrosa de la Virgen de la Candelaria, quien apareció pintada en la guarida
del Chiru-Chiru. Los mineros, asombrados por tan extraña aparición de la
Virgen, la reconocieron como su protectora y la convirtieron en su Patrona. Después se dieron a la tarea de
organizar una fiesta de tres días en su honor, se disfrazaron con el traje de
luces de los diablos para bailarle su diablada en la primera celebración del
Carnaval que, según los investigadores y especuladores, se inició en la época
de la colonia.
–Entonces, ¿tú fuiste el
inspirador del Carnaval de Oruro?
–Claro, pues –contestó y
aspiró el humo del cigarrillo–. Los curas construyeron la capilla de la
Candelaria en las faldas del cerro Pie de Gallo, en el mismo lugarcito donde
estaba ubicada la cueva del Chiru-Chiru. En tanto los mineros, reunidos en mi paraje a la hora del pijcheo, decidieron por unanimidad
disfrazarse de Tíos y bailar con devoción para la Virgen. La fiesta, entre ch’allas, q’oas y q’arakus, debía durar desde el convite hasta la kacharpaya. Así empezó todo... Por eso
mismo, y por todo lo que te cuento, no es casual que en Oruro, ciudad minera
que antiguamente fue bautizada con el nombre de Real Villa de San Felipe de
Austria, tenga una estatua impresionante cerquita de las faldas del cerro Pie
de Gallo, debajo del monumento al minero y delante del santuario de la Virgen
del Socavón… Por eso mismo, debía ser el primer
invitado a la tradicional Entrada del Carnaval y no el primero en ser echado al
olvido...
Me limité a servirle una
copa de quemapecho. El Tío hizo girar
sus ojos como radares caldeados al rojo vivo y dijo:
–¡Pucha, caray! ¡Qué bella es la danza de la diablada!
Aunque es de indiscutible inspiración religiosa, está revestida con mis
atributos profanos de Supay o diablo
benefactor de la mitología andina. Si los mineros se disfrazan de Tíos es para
no provocarme enojo alguno ni olvidarse de las tradiciones ancestrales.
–¿Así que la deslumbrante
danza de la diablada representa valores religiosos, ancestrales y mitológicos?
–Nada más ni nada menos
–replicó–. Por si no lo sabías, escribano del diablo, te cuento que el Carnaval
orureño nace también de la simbiosis esencial de tres culturas: la indígena, la
afro-boliviana y la española. Sin embargo, su mayor significado está en el
sincretismo religioso, en el cual conviven y se complementan la religión
católica y el paganismo ancestral, pues junto a Dios, que fue importado por los
conquistadores, sobreviven los dioses ancestrales de las culturas
precolombinas, y una de esas deidades milenarias soy yo, celoso protector de
las riquezas minerales y legítimo amo de los mineros.
Cuando le comenté que los
organizadores tenían la intención de darle realce al Carnaval con la presencia
de autoridades del gobierno, el Tío lanzó una risita irónica y, echando
bocanadas de humo y empinando la copa, dijo:
–Para qué autoridades
gubernamentales, si la única autoridad en el Carnaval soy yo, ataviado con mi
traje de Lucifer, capa ornamentada con las cuatro plagas, máscara feroz, botas
charoladas y látigo en mano.
Por un
instante, me quedé pensando en que el Carnaval de Oruro, cuyos usos y costumbres
tienen su origen en las creencias de los mineros de antaño, no sólo servía para
exaltar las bondades de la Virgen milagrosa, sino también para realizar
rituales ancestrales y conservar la
tradición del Tío de la mina, un personaje que le da mayor realce y colorido a
esta fiesta pagano-religiosa, donde los diablos, una vez que recorren por las
avenidas de la Capital Folklórica, representando en un acto teatral la disputa
dramática entre el Bien y el Mal, entre el arcángel San Miguel y Lucifer,
finalizan su fervorosa promesa ingresando de rodillas al santuario donde los
recibe la Virgen del Socavón, a quien le dedican su baile con devoción y le
piden protección por el resto de sus días.
Y justo cuando estaba
perdido en mis cavilaciones, cruzó mi mujer en dirección al dormitorio. El Tío
la miró de punta a punta, bajó la voz a un tono inaudible y, acercándose hacia
mí, habló en mi oído:
–Tu mujer sería la Chinasupay más seductora del Carnaval y tú el cornudo más
perfecto que pisa la tierra.
–¡No jodas! –le dije,
retirándome con violencia–. Está bien que seas el generador del Carnaval de
Oruro, pero no un degenerado que se aprovecha de la mujer de su escribano.
El Tío, como si desoyera
mis palabras, aplastó la colilla del cigarrillo, sorbió las últimas gotas de la
copa y, acariciándose la perilla, estalló en una sonora carcajada.
–¡¿Qué pasa!? –gritó mi
mujer desde el dormitorio, ya recostada en la cama.
–¡Nada! –contesté, a
tiempo de que escuchaba, a mis espaldas, la grave voz del Tío:
–Es hora de que atiendas
a tu mujer. Otro día te contaré más detalles sobre el origen del Carnaval de
Oruro, donde la tradicional Entrada es, cada vez más, un derroche de
fastuosidad, gallardía, variedad cultural, colorido, belleza…
Las agujas del reloj
marcaron las doce de la noche. Apagué la luz del cuarto y cerré la puerta, en
tanto el Tío, cuyos ojos redondos parecían brasas en la oscuridad, se quedó
pensando para sus adentros: un Carnaval sin el Tío, no es Carnaval...
* Deidad de la mitología andina. Los mineros le temen
y le rinden pleitesía, ofrendándole hojas de coca, cigarrillos y aguardiente.
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