Por: Víctor Montoya
El aparapita* era un hombre
taciturno y estaba casi siempre callado, como si escondiera un insondable secreto
en el fondo de su alma. No tenía familia ni hogar, por eso dormía donde le
pillaba la noche, después de haber bebido hasta no poder más.
Su aspecto era como la de cualquier
otro aparapita; tenía el rostro sucio y lleno de cicatrices, el pelo desgreñado
y una rala barba en la perilla; su indumentaria, confeccionada con todo tipo de
materiales remendados con hilo, cordel, lana, cable eléctrico, cordón de
zapatos o tiras de cuero, parecía curtida por la mugre, la grasa y el polvo;
sus zapatos, envejecidos de tanto bajar y subir por las calles de la ciudad,
apenas tenían suela y estaban remachados a la altura del empeine con alambres y
ganchos.
Sus únicos bienes, con los que se
acostaba y despertaba todos los días, eran un
saquillo de yute, una soga de cinco metros y una bolsa nylon para cubrirse de
la lluvia. Por las mañanas, su ración hasta el mediodía era una cuarta libra de
coca y una botellita de alcohol puro, que él se lo metía entre pecho y espalda
antes de irse a la feria popular de la Ceja, donde llegaban los camiones para
descargarlos y donde pululaban los comerciantes que, una vez que compraban a
buen precio los productos agrícolas de los mayoristas, pedían a los aparapitas
cargar sus
enormes y pesados bultos sobre la espalda, olvidándose que son seres de carne y
hueso, así se ganen el plato de comida como si fuesen bestias de carga.
El
aparapita se paró en una esquina, a la espera de que alguien lo abordara y le
pidiera cargar sus bultos. No pasó mucho tiempo, hasta que una chola de mediana
edad, vestida con ropa elegante y forrada con joyas de fina orfebrería, se le
acercó por el flanco y, enseñándole una sonrisa salpicad en oro, le preguntó:
–¿Quieres
ganarte unos pesos?
–Sí,
señora –contestó en voz baja, casi inaudible.
–Entonces
llévamelo aquel bulto –le dijo, señalándole el lugar donde estaba un gangocho lleno
de papas y cereales.
–Sí
señora –repuso él, sin despegar la mirada del suelo.
Al
cabo de un rato, ajustó la
soga alrededor del gangocho, se sentó en el suelo, ciñó la carga contra su
espalda y anudó los cabos de la soga a la altura de su pecho. Aspiró a pulmón lleno, se apoyó sobre una mano y, dejando
escapar un “¡Uf!” por la boca, se levantó con el rostro fruncido por el esfuerzo.
–Por aquí –dijo la señora, indicándole
el camino.
Él se limpió el hilo de coca que le corría
por la comisura de los labios y se puso en marcha siguiendo los pasos de la
señora. A ratos, bajo el enorme peso de la carga, parecía hacer equilibrios
para evitar los desniveles de la acera, ya que un traspié podía traerle
consecuencias graves, como lesionarse la columna o desgarrarse el tendón de
Aquiles.
El aparapita
sabía que lo importante era inclinar el tronco hacia adelante, lo demás
dependía de su fortaleza física y de las mañas que aprendió durante los años
que trabajó como cargador en los mercados Rodríguez,
Yungas, Lanza, Camacho y El Tejar, donde, a
cambio de unas miserables monedas, cargaba saquillos
quintaleros con productos agrícolas llegados de Los Yungas y del Chapare. No
faltaban los días en los cuales tenía que caminar veinte cuadras de subidas y
bajadas, llevando a cuestas varias sillas a la vez, mesas, camas, roperos y
hasta refrigeradores, con un peso que no soportaría ni el lomo de una mula. Lo
peor es que al final, se negaban a pagarle lo justo. Y si él les ponía el
precio, corría el riesgo de que le echen en cara una sarta de insultos o,
simple y llanamente, le griten: “¡Cómo pues tan caro, ni que fueras pues auto,
indio de mierda!”.
Cuando
el aparapita llegó a la casa de la señora, tras haber caminado varias cuadras
con el bulto sobre la espalda, lo primero que le llamó la atención fueron los
lujosos muebles que ornamentaban la antesala y las zanjas que se veían a través
de la ventana en el extenso terreno del patio.
El
aparapita se puso de cuclillas, asentó la base del gangocho en el piso, desató los
cabos de la soga y se incorporó con los músculos adoloridos en la espalda, brazos
y hombros.
La
señora se quitó el sombrero y la manta, le hizo pasar a la cocina y le ofreció
los restos de comida que tenía en el refrigerador.
El
aparapita actuó confundido por el trato amable que le dispensaba la señora,
pues jamás nadie le había invitado a pasar a su concina y mucho menos para invitarle
un plato de comida, así fuera del día anterior.
–Sírvete
nomás –le dijo con una sonrisa que dejaba entrever su dentadura salpicada de
oro.
El
aparapita comió en silencio, como si el “k’oñichi” fuera un delicioso manjar.
La señora sacó un vaso de cristal de la vitrina y lo llenó con un poco de singani
y otro poco de limonada.
–Aquí
tienes, sírvete nomás –le dijo, alcanzándole el vaso.
Él
cogió el vaso y, sin respirar ni gesticular, se lo vació de un solo trago.
Al
poco rato, mientras se servía el segundo vaso, entró en la cocina el marido de
la señora; un hombre trajeado como los abogados, de contextura robusta, cara mofletuda,
nariz purulenta, cabellera hirsuta y piel oscura.
–¿Cómo
te fue en la feria? –le preguntó a la señora, con un tono de mando.
–Muy
bien –repuso ella, y añadió–: Ya tenemos todo listo para la “ch’alla” de
mañana.
–¡Ajá!
–dijo el hombre, se volvió y salió de la cocina.
La
señora llenó otra vez el vaso y el aparapita empezó a sentir los efectos del
alcohol, hasta que, olvidándose de todo y todos, se quedó dormido en la silla,
con la cabeza caída sobre el pecho y los brazos cruzados sobre la mesa.
Ese
fue el momento en que los dueños de casa aprovecharon para hablar sobre la “ch’alla”
del día siguiente. Entraron en el dormitorio, la señora se sentó en el filo de la
cama y dijo:
–Mañana, muy tempranito, vendrá el “yatiri”
peruano para “ch’allar” la nueva construcción. Ya le pagué por adelantado.
–Está bien –dijo el hombre que
permanecía de pie, cerca del dintel de la puerta.
–Quiero que esta vez, además de tributarle
a la Pachamama alimentos, bebidas, hojas de coca, alcohol y otros,
sacrifiquemos también a un ser vivo.
–¿Cómo así? ¿Te refieres a
sacrificar una llama, un cordero o un perro de la calle?
–No seas zonzo –reprochó ella,
meneando la cabeza y frunciendo el ceño–. Como ahora la construcción del nuevo
edificio nos saldrá más costosa, lo mejor será sacrificar una vida humana en
honor de la Pachamama, para que ella se quede satisfecha y a nosotros nos vaya
bien en todo.
–¿Y en qué vida humana estás
pensando? –preguntó el hombre–. No me dirás que en el aparapita...
–Y en quién más pues, zonzo –contestó
la mujer, como si ya todo lo tuviera planificado–. En vez de que se muera como
un perro en la calle y un carro basurero lo tire en algún terreno baldío, lo
mejor será dárselo a la Pachamama.
–Tienes razón –corroboró el hombre–.
Su cuerpo sacrificado, junto con la coca y el alcohol, será bien recibido por
la Pachamama. Peor sería que el aparapita se muriera después de ir a uno de esos antros
clandestinos, donde algunos deciden acabar con su vida por voluntad propia.
Dicen que se hacen encerrar en un cuarto, con la puerta asegurada con candados
y cadenas por afuera, con varios litros de alcohol puro, que ellos toman hasta
morir y terminar con el cuerpo tirado en la calle.
–¡Me parece bien! –repuso el hombre, a tiempo de aflojar el nudo de su corbata–. Entonces mañana lo sacrificaremos después de “ch’allar” la nueva construcción, pero esto quedará como un secreto sólo entre nosotros y los albañiles...
Al día siguiente, cuando el “yatiri” peruano y los albañiles ingresaron al patio, donde debía celebrarse la “ch’alla” de la nueva construcción, el aparapita fue despertado por las voces, se levantó de la silla y, desconcertado por no saber qué hora era ni dónde estaba, se dispuso a marcharse de inmediato, pero los dueños de casa le dijeron que se quedara un ratito más, porque le tenían preparado un suculento “fidius uchu”. El aparapita volvió a sentarse, comió el “fidius uchu” relamiéndose los dedos y se sirvió otro vaso de singani con limonada que, en lugar de mitigarle su “ch’akiy”, le subió otra vez a la cabeza.
El aparapita, a poco de chispearse y perder la cordura, pidió más singani para beber. Los dueños de casa aprovecharon el pedido para preparar un “trencito” en una bandeja de plata, con ocho copas que contenían una variedad de bebidas alcohólicas, unas más fuertes que otras. El aparapita vació las copas con la ansiedad de un beduino en el desierto, hasta que perdió el conocimiento y se quedó dormido en un rincón de la antesala, encima de un camastro preparado con cueros de ovejas.
El “yatiri”
peruano, un hombre que tenía la facultad de leer el destino de los hombres en
las hojas de la coca, preparó todo lo necesario para iniciar el ritual
mágico-religioso de
la “ch’alla”, rodeado por los dueños de casa y los albañiles que, sentados
sobre unos ladrillos apilados, estaban listos para seguirle al “yatiri” en la ceremonia,
que los conquistadores quisieron extirpar de la tradición andina por considerarla
diabólica, sin considerar que el “yatiri”, además de mantener el equilibrio entre lo conocido y lo
desconocido, entre lo palpable y lo impalpable, es una suerte de médium en la
cosmogonía andina; conocedor de la naturaleza, la vida y la muerte.
El “yatiri”, portador de las creencias y la
sabiduría ancestral, que se conservan en la memoria colectiva y se trasmiten
por medio de la tradición oral, distribuyó un puñado de hojas de coca a cada
uno, para empezar con el “akullico”, a manera de integración e intercambio entre
los presentes en la ceremonia.
No dejó
pasar mucho tiempo y se acomodó en su
lugar para predecir el futuro del edificio mediante la lectura de la coca. Las
hojas fueron lanzadas al aire una a una y una a una cayeron sobre el “tari”. El
yatiri leyó el mensaje y dijo:
–Les irá bien en la construcción y el
edificio les dará muchos beneficios–. Luego miró la hoja que cayó a un costado, la señaló
con el dedo índice y añadió–: Esta hoja me dice que una persona vivirá como condenada en el edificio…
Todos se
miraron a los ojos, en silencio, y nadie dijo nada.
Pasado un tiempo, el “yatiri”, como atrapado en un
estado de trance, cerró los ojos, levantó las manos y rogó al “jach'a ajayu”, y
a las deidades que habitan en las casas y velan por el bienestar de la familia,
proteger a los albañiles durante el proceso de la construcción del edificio.
Asimismo, pidió que atraigan sobre sus dueños toda clase de bienes y venturas
materiales y espirituales, alejándolos de los maleficios de los “layqas”.
Después,
como parte central de la ceremonia, preparó la mesa blanca, con bebidas y
comidas, que debían ser compartidas, en reciprocidad y gratitud, con las
divinidades andinas, lo mismo que la quema de la “k'oa”, que se
consumía poco a poco en el fuego, echando un humo denso y colorido. En palabras del “yatiri”, el humo de
la “k'oa”, integrada por “sullus”, sangre, hierbas aromáticas, confites y otras
esencias, debía llegar hasta los seres tutelares, quienes lo recibirían para
aplacar su sed y su hambre.
Durante la
“ch’alla” de la nueva construcción, los presentes se sirvieron chicha, cerveza
y aguardiente, no sin antes rociar algunas gotas en el suelo, congraciándose con
la Pachamama, los “achachilas” y los “apus”.
Antes de que la “k’oa” dejara de arder, los albañiles
se levantaron y vertieron chicha, vino de “ch’alla” y alcohol blanco en las
esquinas de las zanjas, donde estarían las zapatas y los pilares del nuevo
edificio. Los dueños de casa, por su parte, arrojaron serpentinas y confites
sobre las herramientas y los materiales de construcción.
Al final, los oferentes, convencidos de que sólo
quien da puede recibir, brindaron con cerveza y chicha, mientras se servían un
asado de chancho, con “llajwa”, mote y papas blancas.
Pasado el mediodía, la “ch’alla” estaba concluida.
El “yatiri” peruano se colgó su “wallqepu”
al hombro, se despidió de los presentes y, tras sorber la última copa de
chicha, se fue por donde vino….
Esa misma tarde, los albañiles se pusieron manos a
la obra, encendieron la maquina mezcladora, en cuyo interior vaciaron los
sacos de cemento y, simultáneamente, vertieron la suficiente cantidad de agua y
arena. Luego procedieron a la elaboración del mezclado, con el fin de alcanzar
un resultado homogéneo de todos los componentes, listo para vaciar el cimiento
del edificio.
Mientras esto sucedía en el patio, los dueños
de casa se dieron a la tarea de despojarle al aparapita de sus ropas
andrajosas, para posteriormente vestirlo con un traje nuevo de
bayeta de tierra, camisa de cuello almidonado, corbata con estampas floridas,
cinturón de cuero y zapatos de industria italiana; es más, le lavaron
la cara, le afeitaron y le peinaron antes de ponerle el sombrero petitero.
El aparapita estaba tan borracho, que no se dio
cuenta de nada. No despertó ni siquiera cuando los albañiles y los dueños de
casa le sacaron al guanto hasta el patio, donde lo dejaron dormir otro rato, de
espaldas y con la cara hacia el sol.
Cuando la mezcla
tomó la consistencia necesaria, ésta fue transportada en carretilla hasta uno
de los ángulos de noventa grados de la zanja, donde metieron el cuerpo del
aparapita, doblado en dos, en una profundidad de aproximadamente un metro y
medio de excavación y justo allí donde quedaría empotrada la primera zapata del
edificio.
A las pocas
horas de haberse realizado el vaciado, junto con las piedras de diferentes
tamaños que arrojaron en la zanja, el cemento amasado fraguó con el calor del sol,
endureciéndose como un material de consistencia pétrea.
El
aparapita, que fue enterrado vivo, no dejó huellas de su existencia,
desapareció entre piedras, arena y cemento, como una zapata anclada en el
terreno y como si su cuerpo hubiese estado destinado a sostener el peso de la
estructura del edificio que, según los presagios del “yatiri”, no se vendría
abajo como un castillo de naipes, así fuese embestido por un huracán o sacudido
por un terremoto, porque los dioses tutelares del mundo andino quedaron
satisfechos con la “ch’alla” y la “k’oa”.
Los
albañiles continuaron con la construcción, levantando pilares de cemento y
paredes de ladrillos, hasta que, unos meses más tarde, conforme al contrato firmado
con los dueños de casa, la obra gruesa y fina estaban terminadas, pero los
albañiles, conscientes de que el edificio no sólo era para demostrar el poder
económico de los dueños, sino también para que éstos se distingan entre los
vecinos, remataron su trabajo con la construcción de un chalet de lujo en la
planta alta, donde los dueños de casa “ch’allaron” en grande, con jarana y
banda de músicos incluidas, como si la Pachamama estuviese también en la
terraza del lujoso edificio.
La fusión de estilos y de materiales
tanto nativos como importados, hicieron que el edificio sea el más llamativo de
El Alto. En la fachada se emplearon elementos exclusivos, como vidrios
polarizados, techos americanos, balcones de estilo barroco y suntuosas
decoraciones hechas con colores vivos, piedra laja y mármol alabastrino. Sus
caprichosos diseños, que parecían arrancados de los cuadros cubistas y
surrealistas, llamaron la atención de los curiosos y se convirtieron en la
envidia de los constructores poco acostumbrados a la arquitectura “chola” de la
ciudad de El Alto.
En las primeras plantas del
edificio, por su tamaño y decorado, se instaló un supermercado y una sala de
fiestas, que los dueños alquilaban para la celebración de matrimonios,
bautismos, cumpleaños, promociones y, sobre todo, para escurrirles su dinero a
los pasantes de las fiestas patronales habidas y por haber. Al fin y al cabo,
la costosa construcción de la obra debía retribuirles beneficios y ganancias.
Lo extraño es que, desde el día en
que los albañiles entregaron el edificio, las personas que estaban solas en su
interior, sea de día o sea de noche, escuchaban pasos sobre los azulejos de los
corredores y el eco de un lamento que parecía arrastrarse desde el más allá.
Algunos incluso vieron el espectro de un hombre elegantemente vestido, con
traje, sombrero y corbata, que abría y cerraba las puertas y ventas de los
cuartos.
Los dueños de casa, que escucharon
hablar sobre este fenómeno desde que se inauguró el supermercado y la sala de
fiestas, estaban convencidos de que se trataba del alma en pena del aparapita,
quien abría las puertas y ventanas, con la intención de huir del edificio,
aunque no se atrevía por el temor a retornar a su vida anterior, que le deparó más
penas que alegrías. Tal vez por eso prefería estar condenado dentro del edificio,
que volver a la intemperie como un perro sin dueño.
Así es como el aparapita, que todavía
aparece y desaparece misteriosamente ante los ojos de la gente, sigue dando
mucho que hablar entre los habitantes de la urbe alteña, donde todos sospechan
que los dueños de casa lo sacrificaron en honor a la Pachamama, motivados por
la creencia de que un edificio de gran envergadura exige
el sacrificio de una vida humano para tener un cimiento que resista el peso de
la estructura y no se desmorone con el paso de los años.
Glosario
Achachila: Deidad tutelar en la cosmovisión quechua y aymara. Espíritu guardián de un sitio.
Akullico: Boleo
con hojas de coca para extraer su jugo estimulante.
Aparapita: Cargador en
las ferias o mercados de La Paz.
Apu: Ser sobrenatural andino a quien se
paga con diferentes ofrendas.
Ch’akiy: Sed, resaca.
Ch’allar: Brindar. Ceremonia de ofrenda o sacrificio a los dioses de la cosmovisión
andina. Celebrar un acontecimiento con
coca, cigarrillos y alcohol.
Chola: Mujer mestiza, descendiente de blanco e india o de indio y blanca. Todo
lo referente al mestizaje.
Fidius uchu: Ají de fideos.
Jach'a ajayu: Espíritu mayor.
K’oa:
Sahumerio. Incienso que se quema en un
ritual en honor a la Pachamama. El humo tiene la cualidad de llegar hacia los
seres tutelares de la cosmogonía andina.
K’oñichi: Comida
guardada y recalentada.
Layqa: Hechicero, brujo, encantador.
Llajwa: Salsa de locoto, tomate, aceite y hierbas
aromáticas.
Pachamama: Madre
Tierra, divinidad andina.
Sullu: Feto de
animales, especialmente de llama.
Tari: Pequeño tejido de lana. Sirve para guardar la
coca. El yatiri lo usa para pijchar y leer las hojas de la coca.
Yatiri: Sabio,
sacerdote, curandero y consejero de la comunidad andina. Posee dotes
excepcionales y domina varias artes, como la adivinación mediante las hojas de
coca y el tratamiento de enfermedades con medicinas tradicionales. El yatiri es
el único que puede mantener contacto con todos los niveles de la cosmovisión
andina.
Wallqipu: Pequeña bolsa de lana usada por los hombres para llevar coca,
cigarrillos, lejía y otros enseres relacionados con el oficio del yatiri.
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