Por: Víctor Montoya
En una sociedad de
desenfrenado consumo, competencia y superficialidad, el culto a la anatomía
humana es cada vez más evidente a través de las dietas milagrosas, la
proliferación de gimnasios y las operaciones estéticas. Tanto hombres como
mujeres adquieren productos cosméticos y practican deportes para mantenerse en
forma, como manifestando que valoran más su cuerpo que su salario y anteponen
su rostro a su cerebro.
Pero, en realidad, ¿qué es la belleza? Un fenómeno
subjetivo e individual, relacionado con los valores estéticos de una cultura
determinada, pues lo que es “bello” para unos, puede ser “feo” para otros. Si
para los griegos antiguos era bello el físico musculoso de un hombre, para los
chinos eran bellos los pies atrofiados de una mujer; si la piel lozana es bella
para los franceses, la piel labrada y horadada es bella para los beduinos del
desierto. Es decir, las apreciaciones de la “fealdad” y la “belleza” dependen
de la escala de valores estéticos que prevalecen en cada época y cultura.
Así, en Occidente, los atributos de belleza están
relacionados con los ojos grandes, la nariz recta, los labios delgados y el
pelo lacio. Y quienes nacen desprovistos de estos rasgos, no tienen otro
remedio que vivir maldiciendo o someterse al bisturí del cirujano, un verdadero
artista que crea una nueva imagen sobre la base de una materia noble aún no
inventada. Y si la persona, que se sometió a esta carnicería humana, no se reconoce
frente al espejo o se siente vivir como embutida en pellejo ajeno, será mejor
que se quite la vida de un tiro o se lance al precipicio, porque la cirugía
estética, que jamás podrá contra la muerte, no garantiza el cambio sustancial
de la personalidad humana, como no define lo que es “feo” ni lo que es “bello”.
Desde que los japoneses se operaron los ojos para
parecerse a los occidentales y Michael Jackson decidió dejar de ser negro para
convertirse en el precursor de un mestizaje perfecto, son miles ya los
adolescentes que llegan a los quirófanos con la fotografía de su ídolo en la
mano, para que el cirujano haga en ellos un milagro. Sin embargo, lo que
desconocen estos adolescentes, que padecen del síndrome de Michael Jackson, es
que su ídolo pertenecía a una “raza inferior” en una sociedad competitiva, en
la cual una persona negra, gorda y vieja era más discriminada que una persona
blanca, joven y esbelta.
De modo que los estereotipos de lo “feo” y lo “bello”
están asociados a la discriminación racial y a la supuesta “supremacía” del
hombre blanco. No es casual que desde la colonización de América, Asia, África
y Australia, prevalezca el criterio de que la “fealdad” es sinónimo de negro,
indio, gitano, judío o árabe. Por lo tanto, en una sociedad cuyos parámetros
estéticos están impuestos por los modistas y estilistas de Occidente, el negro
tiende a ser cada vez más blanco y el blanco cada vez más perfecto; es más, se
vuelve a hablar de la “biología racial” como en los tiempos del nazismo alemán,
que propagó la teoría de que la raza aria no sólo era la más bella, sino
también la más inteligente y perfecta.
Como si fuese poco, no faltan quienes exaltan la
“supremacía” y “belleza” de la raza blanca, arguyendo que la mujer rubia
-piernas largas, nalgas redondas, pechos firmes, labios sensuales y ojos
seductores- sigue siendo la mujer ideal con la que sueñan la mayoría de los
hombres, sobre todo, en los países del llamado Tercer Mundo, donde las blancas
son más cotizadas que las indias o negras; primero, debido a las condiciones
socioeconómicas impuestas por una minoría blancoide desde la época de la
colonia; y, segundo, debido a la discriminación racial y al complejo de
inferioridad que sobrevive en el subconsciente colectivo de las culturas
colonizadas.
La escala de valores estéticos preestablecidos, más que hacer un bien a la
colectividad, daña la autoestima de las personas que se sienten “feas” por ser
gordas, negras o bajas; habida cuenta de que el estereotipo de la mujer “bella”
es sinónimo de esbelta, rubia y alta; un parámetro que permanece vigente desde
la época de la colonia, en la que se forjó la idea de que los blancos eran los
salvadores de la humanidad y los indios los culpables de todos los males.
Del colonialismo se heredó también el prejuicio racial de creer que el
“blanco” es mejor que el “negro” y que el “gringo” es mejor que el “indio”;
valores relativos que los epígonos de la biología racial se han ocupado de
universalizarlos como verdades absolutas, ya que si miramos nuestra realidad
con otra lupa es probable que encontremos a una gringa “fea” y a una india
“bella”. Todo dependerá de los gustos estéticos que se manejen, porque así como
a unos les gusta una “gordita”, a otros les apasiona una “flaquita”; tampoco
faltan quienes prefieren a las mujeres hechas a golpes de silicona y cirugías
estéticas, porque como bien dice el sabio proverbio: “Sobre gustos no hay
disgustos”.
Por consiguiente, valga aclarar que el concepto de lo que es “bello” y lo
que es “feo”, más que ser una valoración compartida por todos, es una
imposición arbitraria de las corrientes de moda, que establecen lo que es
“bello” y lo que es “feo”, como los padres del moralismo trasnochado repiten lo
que es “bueno” y lo que es “malo” en la conducta de una persona sujeta a
determinadas normas ético-morales.
Si antes las mujeres se sometían a un tratamiento
especial para estirarse la piel de la cara, replantarse los cabellos perdidos o
eliminar las grasas del cuerpo; ahora, cuando se ha puesto de moda la “tetomanía”
-estoy pensando en Dolly Parton- y los vestidos que marcan, no basta ya con
tener la piel tersa como la porcelana o la cinturita de avispa, sino también
las nalgas de Jennifer López, las caderas de Shakira y los pechos de Pamela
Andersen, cuyas figuras se han convertido en los tótems de nuestro tiempo.
El otro prototipo perfecto es Marilyn Monroe, la rubia de
ojos azules y voz trémula de niñita mimosa, cuya belleza, deslumbrante como una
estrella, le abrió las puertas de Hollywood, donde interpretó papeles
turbulentos, hechos a la medida de su propia vida, tan desastrosa como otras
vidas que jamás se cuentan en público, que no se leen en revistas ni
periódicos, pero que existen en el silencio y el anonimato, entre las mujeres
que sueñan en parecerse, tanto en el rubio platinado de su pelo como en el
fulgor de su belleza, a Marilyn Monroe.
Este síndrome colectivo, además de representar el
menosprecio y la discriminación racial contra las razas no occidentales, ha
creado una inseguridad personal en las mujeres que, en su intento por parecerse
a las muchachas de pasarela, cuyas medidas son 96 cm. de busto, 46 cm. de
cintura y 86 cm. de caderas, deciden transformar su cuerpo con la ayuda de la
cirugía estética, que les agrega lo que les falta y les quita lo que tienen de
sobra.
El cuento de Blancanieves y su madrastra perversa, no es
más que un alegato de quienes, superado el meridiano de su vida, tienen el
deseo de conservarse jóvenes a cualquier precio, puesto que la vejez, reflejada
en el espejo, es más temida que el fantasma de la muerte. Quizás por eso la
madrastra de Blancanieves, que vivía atormentada por la juventud y belleza de
su hijastra, se consolaba preguntándole al espejo de su alcoba: “Espejito,
espejito, ¿quién es la más bella de este reino?”. El espejo le mentía y
contestaba: “Tú, mi reina...”.
Por suerte, la mujer moderna puede sobrevivir
al dilema de la madrastra de Blancanieves, pues no necesita ya avergonzarse de
su apariencia física ni poseer un espejito que le mienta. Si no se siente a
gusto consigo misma, puede someterse al filo del bisturí y operarse la cara con
la misma facilidad con que se opera los senos, los glúteos y las celulitis de
las piernas, ya que el avance estrepitoso de la cirugía estética le ofrece la
posibilidad de parecerse al juguete de su infancia, a esa mujer rubia y esbelta
que responde al nombre de Barbie, la muñequita que se
vende en más de 140 países y constituye el juguete predilecto de las niñas del
Tercer Mundo, al menos si la comparamos con Matina Patina Patina, Li’l Miss
Sirenita, Olly Pocket y Pottajonta.
Ante esta realidad, que parece confirmar la tesis de que
las relaciones humanas giran más en torno a la anatomía que a la economía, son
cada vez más las mujeres que se elevan las nalgas o se aumentan las mamas con
prótesis de silicona que, por desgracia, a veces revientan como globos o quedan
desproporcionados con relación al peso y la estatura. Pero como esto parece no
importarle a nadie -y menos a quienes se dan el lujo de pagar una cirugía
estética con dinero contante y sonante-, sigue aumentando la ola de señoras que
se ponen la mano al pecho y calculan su valor.
Y mientras son miles quienes aguardan su turno para pasar
por el mágico bisturí de la cirugía estética, y las encuestas revelan que los
hombres -además de haber desbaratado el dicho popular: “Un hombre es como el
oso, mientras más feo, más hermoso”- dedican tanto tiempo como las mujeres al
cuidado de su figura; en tanto la cirugía estética, convertida en un negocio
millonario, sigue avanzando a contrapelo de la teoría darwinista sobre la
evolución y selección natural de las especies, puesto que es capaz de trastocar
las leyes de la naturaleza y cambiarles a los humanos la cara y el cuerpo, como
si con esto se quisiera hacer de los hombres más hombres y de las mujeres más
mujeres, aun sabiendo que la belleza no es aquello que se lleva por encima,
sino aquello que se lleva por dentro, y que la felicidad plena de una persona
no está en la belleza ni en la riqueza.
Lo cierto es que el mundo de la biología se encuentra en
su fulgurante desarrollo, y esto implica tener un nuevo concepto en el orden
científico y ético, pues no sólo se cuenta con una cirugía estética funcional,
sino también con una alta ingeniería genética que reproduce niños probetas, con
espermas donados y úteros alquilados. En síntesis, si es posible concebir
mediante una inseminación artificial, entonces es más simple modificar las
facciones de quienes viven aquejados por su fealdad y una verdadera esperanza
para quienes prefieren morir transformados pero contentos.
Por lo demás, queda claro que en toda sociedad superficial y
competitiva, donde reina la discriminación y el racismo, tiene mucho más valor
la apariencia física, el bienestar económico y el estatus social de una
persona, que los valores humanista de quienes, lejos de los estereotipos de lo
“bello” y lo “feo”, se empeñan por construir un mundo donde todos se miren con
la misma lupa y se midan con la misma vara, a pesar de las diferencias
sociales, culturales, raciales, políticas y religiosas.
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