Por: Víctor Montoya
Si en una sociedad, regida por
la “ley de la selva”, se premia al más fuerte y se castiga al más débil,
entonces en la escuela se castiga al “deficiente” y se premia al “excelente”,
que, como en todo sistema desigual, no siempre es el más creativo ni
inteligente.
La posición privilegiada de
ciertos alumnos no está determinada necesariamente por la vocación que tienen
para el estudio, como por los conocimientos memorizados mecánicamente, sobre
todo, cuando el sistema educativo está estructurado en función de una prueba,
cuyos resultados, más que servir para evaluar los conocimientos del alumno, son
una suerte de “premio” o “castigo”, en los que unos encuentran la frustración y
otros la recompensa; más todavía, hay quienes memorizan la lección tres días
antes del examen y quienes se olvidan tres días después.
No falta el profesor que
utiliza el resultado de las pruebas para clasificar a los alumnos en “buenos” y
“malos”, aun sabiendo que las notas no influyen en el proceso de enseñanza ni
en la adquisición de conocimientos. Por lo tanto, las pruebas, como los
llamados “test de inteligencia” (que miden la capacidad lingüística, la memoria
mecánica, las coordinaciones sensomotoras y el grado de conocimientos
adquiridos), son una trampa donde pueden caer incluso los alumnos más
“aplicados”, pues toda prueba, basada en las teorías “conductistas” del
Estímulo y la Respuesta (E-R), contiene preguntas que tienen una sola
respuesta, cualquier otra alternativa, que no responda al pie de la letra lo
que está escrito en el libro de texto, es inmediatamente anulada por el
examinador, cuya única función consiste en seguir las pautas establecidas por
los “tecnócratas de la educación”.
En cualquier caso, no se trata
de usar los resultados de la prueba como “premio” o “castigo”, ya que el niño
no actúa instintivamente como el perro de Iván Pavlov, que realiza
sorprendentes piruetas gracias a la recompensa (caricias o azucarillo) ofrecida
por su amo, sino como un ser humano complejo, cuya conducta está determinada no
sólo por los castigos, las recompensas asociadas a su comportamiento y su capacidad
intelectual, sino también por otros factores innatos y hereditarios ajenos a
las teorías “conductistas” del Estímulo y la Respuesta (E-R).
Ya se sabe que la mayoría de
los alumnos estudian por obligación y memorizan los conocimientos para el día
del examen, con la esperanza de obtener la máxima calificación. El alumno sabe
que el numerito impreso en la libreta de calificaciones, aparte de indicar el
nivel de sus conocimientos, le servirá para proseguir sus estudios superiores,
pero no porque estuviese consciente de que un día aplicará estos conocimientos
en su vida real, sino porque este numerito le dará acceso a un “título
profesional”, que le permitirá gozar de un estatus social y económico privilegiados.
En un sistema educativo
acostumbrado a evaluar los conocimientos a base de un sistema compuesto de
números o letras (generalmente en sentido ascendente), el alumno no es tanto lo
que es, sino el número o la letra que tiene en la libreta de calificaciones. En
este caso, las calificaciones se convierten en sus señas de identidad y lo
clasifican como a “deficiente” o “excelente”.
El alumno que haya sido
suspendido en una asignatura o esté castigado a repetir el año lectivo, sentirá
un sensación de derrota y un complejo de inferioridad, que lo afectará por el
resto de sus días. Tampoco faltarán quienes, por temor a enfrentarse a la furia
de sus padres y a su propia vergüenza, tomen la extrema decisión de quitarse la
vida; un drama social que, sin duda, se podría evitar con nuevas formas de
evaluar el nivel de conocimientos del alumno.
Sin embargo, a la hora de poner
las calificaciones, a nadie parece importarle que el alumno haya reprobado en
el examen debido a que tenía problemas psicosociales tanto en la escuela como
en el hogar. El profesor no tiene la función de contemplar al alumno en su
micro y macro cosmos, sino, simple y llanamente, la obligación de cumplir con
el programa escolar establecido, y el alumno la obligación de asimilar lo que
“debe” y no lo que “puede” y, mucho menos, lo que “quiere”.
Una escuela que no contempla el
aspecto emocional y la situación psicosocial del alumno y su entorno familiar,
es también una institución donde suele aplicarse el “bullying” contra los
alumnos más débiles y donde se utilizan las notas como instrumentos de poder,
para infundir el miedo y el respeto hacia el profesor, quien, sujeto a su
función de “autoridad” en el aula, decide la calificación que se merece cada
alumno, indistintamente de cuales sean los resultados del proceso de
enseñanza/aprendizaje.
Ahora bien, a pesar de todas
las consideraciones, la sociedad ganaría con un sistema escolar donde el alumno
deje de ser un receptor pasivo de los conocimientos y el profesor un simple
transmisor del contenido de los libros de texto. Es justo que en una escuela
democrática se elimine la sumisión del alumno y el autoritarismo del profesor.
Es justo también que se elimine el criterio de que el alumno debe “aprender” y
el profesor “enseñar”. En una escuela moderna es lógico que exista una
enseñanza más reflexiva que memorística y un ambiente en que la motivación
prevalezca sobre la obligación. En una escuela moderna y democrática, como bien
decía Gregorio Iriarte: “El protagonista ya no es el profesor, sino el alumno.
Él es el constructor de su propio conocimiento. El mejor educador no es el que
enseña muchas cosas, sino el que facilita y anima a que el alumno aprenda”.
Por último, valga recordar que
el proceso de aprendizaje del alumno es constante, desde el día en que nace
hasta el día en que fallece; que aprende mejor por motivación que por
imposición, que aprende de sus errores y con la ayuda de los medios didácticos
a su alcance; que los conocimientos adquiridos en la escuela no son para el día
del examen ni para la satisfacción de los padres, sino para que el propio
alumno se realice tanto en el plano personal como profesional; que una
educación forzada y autoritaria pueden destruir los propios procesos de
desarrollo armónico de la personalidad humana y que, en consecuencia, las
calificaciones de un alumno pueden ser tan injustas como injusta es la sociedad
en la que vive.
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