Por: Víctor Montoya
Teodora es originaria del pueblo de Chayanta, tiene 35
años y seis hijos. Trabaja desde hace unos cinco años como palliri en los
desmontes de Llallagua. Su faena, que comienza cuando el sol comienza a
despuntar tras los cerros de Catavi, consiste en machucar y rescatar, martillo
en mano y sin más armas que su coraje, las chispas de mineral incrustadas en
las granzas que conforman los desmontes que, en realidad, constituyen poderosos
reservorios de mineral, lo mismo que las lamas del K’enko, donde desembocaron
los residuos del Ingenio Victoria de Catavi, una vez realizado el proceso de
concentración del estaño, que debía ser embolsado en sacos de Calcuta antes de
ser transportado hacia Estados Unidos o Inglaterra.
Teodora vive en una habitación que, más que habitación,
parece una pocilga. Vive acompañada por sus hijos y sus animales domésticos. No
conoce el agua potable, la luz eléctrica ni la cocina a gas. Sus pocos muebles
son cajones de dinamita y no tiene más bienes que un paupérrimo salario, que no
le alcanza ni para llenar el estómago de sus seis wawas.
Teodora, como la mayoría de las mujeres que trabajan en
los desmontes, a cielo abierto y sin más herramientas que sus manos, forma
parte de ese ejército de mujeres abandonadas por sus parejas. Su mamá murió con
una enfermedad desconocida y su papá, desde que lo retiraron de la empresa a
causa de su “mal de mina”, se dedicó a la bebida y murió con cirrosis.
Ella se juntó con su marido a los dieciséis años. Él la
hizo ver las estrellas y le prometió un paraíso que nunca llegó a conocer. Sus
hijos, que no son precisamente una “bendición de Dios”, llegaron uno tras otro,
hasta que su esposo, que era flojo, machista, borracho, mujeriego y
maltratador, un día se enroló con otra mujer más joven y la abandonó junto a
sus pequeños hijos, sin dejarle un solo centavo para comprar la comida.
Por un tiempo se sintió sola y lloró hasta el cansancio,
pero, al final, cayó en la cuenta de que no le quedaba otra que seguir luchando
para mantener a sus hijos, quienes, a pesar de las innumerables privaciones y
dolores de cabeza, son la mayor razón de su vida. Un día, sobreponiéndose a los
prejuicios propios de un medio machista y patriarcal, sujetó sus trenzas debajo
del sombrero de paja, se puso overol y se calzó botas de goma. Cargó su
martillo y merienda en un aguayo, se despidió de sus hijos y salió a ganarse el
pan del día en los desmontes, conocidos también con el nombre genérico de
“colas”, que son los residuos de la producción minera y que durante varias
décadas fueron acumulándose como cerros café-plomizos cerca de los campamentos
mineros.
Desde entonces no ha dejado de soñar en un futuro mejor
para ella y sus hijos. Quiere trabajar en el interior de la mina, así tendría
más derechos y más ingresos; es decir, ganaría un salario más digno que el que
gana como palliri; pero éste deseo es solo un sueño, que nunca se hará
realidad. Teodora está consciente de que el “privilegio” de ser minera no le
corresponde a ella, sino a las mujeres que perdieron a sus maridos a causa de
la silicosis o en un accidente laboral de interior mina.
A pesar de los pesares, está conforme con ser palliri,
aunque tanto sacrificio no siempre es recompensado de manera justa, aparte de
que tiene que trabajar en condiciones infrahumanas, desafiando las inclemencias
del tiempo y en un ambiente donde está expuesta a peligros que acechan a
cualquier hora del día. Así como no faltan los accidentes y enfermedades,
tampoco faltan los “malhechores” que, al verla sola entre los pliegues de los
desmontes, intentan abusarla por el simple hecho de ser mujer; por
fortuna, ella aprendió a defenderse con
el martillo o la piedra que siempre carga en el bolsillo de la pollera.
Teodora tiene su puesto de trabajo, bajo el sol y bajo la
lluvia, en la misma zona donde hasta la época de la llamada “relocalización” de
1985, se deslizaban pequeños vagones metaleros enganchados a unos andariveles
de acero, de grueso calibre, bien tensados entre un extremo y otro. Los
pequeños vagones, vistos a la distancia y recortados contra el cielo, no sólo
parecían pequeñas naves extraterrestres, sino que transportaban, por encima de
los campamentos mineros, los deshechos expulsados de la Planta Sink and Flaut
hacia los desmontes de granza, donde las palliris, como Teodora, se ganaban el
sustento diario rescatando las chispas de mineral con la pura fuerza de sus
manos.
El poco dinero que gana como palliri, machucando granzas
con estaño de baja ley, no equivale ni siquiera al salario básico vital, pero
ella, que aprendió desde niña el arte de ahorrar centavo a centavo, sabe cómo
administrar lo poco que gana, conforme alcance para el plato de comida y la
educación de sus hijos.
Teodora no sabe leer ni escribir. Nunca asistió a la
escuela. Toda su vida, más que ser vida, fue un infierno. Experimentó las
discriminaciones sociales y raciales desde siempre. Vivió en carne propia la
violencia intrafamiliar y trabajó desde que tenía uso de razón, tanto dentro
como fuera del hogar. Ella es un eslabón más de una larga cadena de mujeres que
dejan su vida en los campamentos mineros, como antes la dejaron sus padres y
los padres de sus padres. Por eso sufre harto por dentro y se parte el lomo
trabajando, con la ilusión de que sus hijos sigan estudiando. Ella le ruega a
Dios para que ellos no sean mineros ni palliris como sus antepasados. Lo que Teodora
quiere es que sus hijos se alejen, de una vez y para siempre, de esos sombríos
socavones que, desde la época de la colonia, han sido verdaderos “tragaderos de
vidas humanas”.
0 opiniones importantes.:
Publicar un comentario