Por: Víctor
Montoya
En
medio de una caprichosa topografía, en la que las montañas parecían humanos y
animales petrificados, que tenían nombre propio y cumplían funciones de dioses
en la cosmovisión andina, se escondía el Lik’ichiri (saca-grasa) en la cueva
natural de un cerro, desde cuya cumbre podía contemplarse un mar de montañas
que se perdían en la lejanía del horizonte.
El
Lik’ichiri era una suerte de vampiro que no se alimentaba de sangre humana,
pero sí de la grasa abdominal de los caminantes solitarios. Dormía durante el
día y salía de su cueva solo por las noches, porque no soportaba la luz del
sol. Se aparecía en las estancias y rancherías del campo en las temporadas de
cosecha, entre abril y mayo, en busca de grasa humana para alimentarse y
adquirir poderes sobrenaturales. Con la grasa que quedaba, y que él acumulaba
en un sitio especial de su cueva, hacía jabones y velas, pero también elaboraba
perfumes, ungüentos para rituales satánicos, cremas de belleza y curas
maravillosas para mujeres estériles y obesas.
Una
noche, cuando recorría por los caminos solitarios del campo, divisó, en una
extensa llanura, la silueta de un agricultor que se recogía a su aldea, después
de haber concluido la cosecha en su pequeña parcela.
El
agricultor, a pesar de saber que caminar solo por las noches era peligroso, se
hizo pisar con el tiempo, mientras embolsaba las papas en saquillos de lona.
Aunque habitualmente solía estar acompañado de su concubina y sus hijos, justo
ese día, ellos no fueron a la cosecha y se quedaron en casa.
El
Lik’ichiri, valiéndose de su facultad de deslizarse a toda velocidad, como si
surfeara en el aire, se metió en el apisonado surco del sendero, sin quitarle
los ojos de encima. El agricultor, al sentirse acosado por alguien que se le aproximaba
más y más, aligeró los pasos haciendo “trac-trac” en los ripios del sendero.
El
Lik’ichiri lo abordó sigilosamente y lo detuvo con el “¡tintín-tintín!” de su
campanilla de bronce. El agricultor giró hacia atrás y no vio más que a un ser
de aspecto terrorífico; vestía un sayo negro, más parecido al hábito de un
fraile recién salido de la sepultura. Su cabeza estaba cubierta por un
capuchón, que apenas dejaba entrever su rostro macilento como el reflejo de la
luna y los ojos oscuros como la noche. Sus manos, con uñas largas y manchadas
con sangre, estaban cubiertas por vellos dorados y espinosos.
El
agricultor, que lo tenía cerca, apenas separado por un palmo de nariz a nariz,
sintió el pesado aliento del Lik’ichiri, cuyo cuerpo largo y delgado desprendía
un olor a meados de zorrino. Se estremeció de miedo, balbució algunas palabras y
sus mejillas se humedecieron con un rosario de lágrimas.
El
Lik’ichiri enflautó los labios y sopló un polvillo mágico sobre la cara del agricultor
y, poniéndole su peluda mano en la frente, lo hipnotizó bajo un enjambre de
estrellas que parpadeaban en el cielo. El agricultor se debilitó, entornó los
párpados y cayó de espaldas.
El
Lik’ichiri, mientras su víctima estaba sumergido en el remanso de un sopor que
no era de este mundo, se dispuso a extraerle la grasa con una precisión de
cirujano, como quien realiza un tratamiento de liposucción gratuito. Se puso de
cuclillas, ladeó el poncho del agricultor, le aflojó la faja del pantalón y le
subió la camisa de bayeta hasta el pecho. Sacó una cajita del bolsón de su sayo
y de la cajita, llena de afiladas navajas, sacó una maquinita especial para
extraer la grasa humana. Le hizo un pequeño corte en el abdomen, a la altura
del hígado y los riñones, por donde le introdujo una jeringuilla diabólica y luego
le succionó la grasa, hasta que llenó un recipiente del tamaño de una bacinilla.
Después cerró la herida sin dejar cicatriz alguna y le ajustó la camisa con la
faja del pantalón, dejándolo en estado de agonía.
El
Lik’ichiri enderezó la columna y se puso de pie, untó sus dedos en la grasa y los
chupó como si libara un manjar que le concedía poderes sobrenaturales.
Instantes después, miró en dirección a la luna y, ¡zas!, se transformó en un horripilante
animal, pegó un salto en el aire, impulsándose sobre sus patas traseras, y
corrió en dirección a su cueva, antes de que la luna se retirara cediéndole el
paso al sol naciente.
Cuando
el agricultor abrió los ojos, no vio a nadie a su alrededor, menos al terrorífico
personaje que se le apareció encantándole en medio del silencio de la noche. Se
levantó aturdido, como si alguien le hubiese arrebatado las energías, y caminó
rumbo a la aldea, donde lo esperaban su concubina y sus hijos.
Apenas
ella lo vio llegar a casa, salió a recibirlo en el patio, donde los gallos
seguían cantando su “¡quiquiriquí!” en el corral. El agricultor atravesó el
cerco de su casa y, sin mirar a su concubina ni decir nada, se metió en el
cuarto donde estaba la cama cubierta con “phullus” de lana de oveja. Sufrió un
ataque de somnolencia y cayó rendido sobre la cama, mientras la madre de sus
hijos, que entró en la cocina para preparar el desayuno con pan de maíz recién
horneado, se preguntaba qué pasó con su concubino, que no llegó a dormir por la
noche y que parecía malhumorado como cuando bebía demasiado.
El
agricultor durmió dos días seguidos, y cuando despertó, con la bulla de sus
hijos que jugaban en el patio, estaba asustado y tenía fiebre, escalofríos,
dolor de estómago, cabeza, músculos y, lo que era peor, tenía vómitos y
diarreas intermitentes, que lo dejaron sin ganas de comer ni beber.
Su
concubina, al verlo con temblores, palidez y sudor en la frente, se alarmó y
mandó llamar a sus familiares, que no tardaron en constituirse en la casa del agricultor,
preocupados por su lamentable estado de salud. No entendían cómo un hombre de
contextura robusta, que hasta hace poco gozaba de buena salud, hubiese caído
enfermo como picado por el aguijón de un mosquito venenoso.
La
situación se empeoró cuando el agricultor empezó a orinar con arena y a botar
sangre por arriba y por abajo. De modo que sus familiares, al constatar que
perdió mucho peso en poco tiempo, sospecharon que el Lik’ichiri pudo haberle
extraído la grasa del abdomen. Entonces decidieron consultar a un curandero,
especialista en medicina tradicional, capaz de diagnosticar dolencias y curar a
los enfermos con solo soplarles su aliento en la boca.
El
curandero, conocedor de los secretos de la naturaleza, la vida, el amor y la
muerte, acudió a la casa del agricultor con una “ch’uspa” de considerable
tamaño. Entró en el cuarto donde yacía el paciente y pidió a sus familiares que
lo desnudaran completamente. Lo auscultó de arriba abajo, por adelante y por
atrás, pero no encontró ninguna herida ni cicatriz en su humanidad. Sin
embargo, para asegurarse que sus malestares fueron causados por el Lik’ichiri y
que su enfermedad correspondía a la llamada “kharsuta”, le ayudó a levantarse
de la cama y le hizo orinar sobre una piedra redonda. Al poco rato, viendo cómo
corría el orín, el curandero dedujo que el agricultor, efectivamente, padecía
de “kharsuta” y que, por lo tanto, no había medicamentos ni remedios caseros
que pudieran curarle su malestar, que casi siempre conducía a la muerte.
El
curandero terminó su visita con una ceremonia mágico-religiosa, rodeado por los
familiares del agricultor que, sentados uno al lado del otro, mascullaron su
pena con la coca y el alcohol, esperanzados en que recobrara su espíritu, sus
energías y retornara a la vida normal.
El
curandero, a tiempo de abandonar la casa, les recomendó que no le dieran de
comer carne de pescado, chancho ni queso. Tampoco que le dieran de beber leche,
alcohol ni gaseosas; pero eso sí, su dieta debía incluir verduras, frutas y
afrecho, huevos de gallina negra, garrapatas de oveja, polvo de mosca blanca y
rosas de la iglesia. Su bebida, hecha de linaza y manzanilla, debía mezclarse
con miel de abeja y agua bendita. Por último, debían friccionarle el cuerpo,
dos veces al día, con pomadas preparadas con grasa de ratón, lagarto, sapo y
víbora; pero, sobre todo, frotarle la zona de la cintura con sudor de sobaco,
para que el olor impidiera los ataques del Lik’ichiri.
Ellos
cumplieron las recomendaciones como les dejó dicho el curandero. El agricultor,
lejos de mostrar mejoría en su salud, se empeoró de tal manera que empezó a
manifestar otros síntomas de carácter psicológico, como convulsiones nerviosas
y arranques de locura. Había perdido la capacidad de mirar de frente y hablar
con otras personas, incluso con sus seres queridos, a quienes les gritaba e
insultaba con una voz que era de él, sino de otro que parecía haberse metido en
su cuerpo.
Pasó
el tiempo y nadie pudo hacer nada para mejorar la situación del agricultor,
quien permaneció postrado en la cama, con el rostro esquelético, los labios
agrietados, los ojos clavados en el techo y convulsionándose entre alaridos de
dolor. Lo peor era que la tétrica figura del Lik’ichiri se le metió en las
pesadillas, junto a gallos colorados, serpientes cornudas y sapos con seis
patas, hasta la noche en que murió con el vientre pegado al espinazo.
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