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4/5/14

Cultura, vocación y compromiso

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Por: Víctor Montoya

Si consideramos que existe una interrelación entre cultura y sociedad, entonces es lógico que las manifestaciones culturales estén al alcance de las mayorías; de lo contrario, si las instituciones del Estado no cumplen con su deber de subvencionar la cultura, se corre el riesgo de que ésta se comercialice y se convierta en privilegio de minorías. Pero como los “trabajadores de la cultura” no quieren que el arte sea un privilegio reservado para unos pocos, claman por sus derechos y exigen que todos tengan acceso a las obras de arte, del mismo modo como tienen derecho a la educación, salud, trabajo, cine, teatro y otros.

Sin embargo, los escépticos alzan la voz y dicen que las instituciones del Estado no tienen el porqué subvencionar el arte. Incluso hay quienes tienen la osadía de considerar a los “trabajadores de la cultura” como a un grupúsculo de soñadores sin causa, sin tomar en cuenta que el artista, con sus proyectos y obras concretas, aporta con su granito de arena a la gran pirámide cultural, intentando mantener viva la historia, el idioma y las costumbres de la colectividad, sobre todo, si partimos del criterio de que la cultura, de la cual forma parte la literatura y el periodismo, se encarga de reflejar la imagen de la sociedad en la cual vivimos.

Los arquitectos de la palabra, que han imaginado y calculado el arco de los puentes cada vez más imprescindibles entre el producto intelectual y su destinatario, están dispuestos a construir esos puentes en la realidad, para que la literatura llegue allá donde bebe llegar, y no se convierta en un privilegio reservado sólo para las minorías, pues casi todos los “trabajadores de la cultura”, aun sin poder vivir holgadamente de las retribuciones del arte, están dispuestos a poner sus obras al servicio de las mayorías.

Compromiso social

Los escritores comprometidos, así creen obras intimistas, ligadas a las emociones del alma y las experiencias de la vida cotidiana, no dejan de denunciar las injusticias ni los atropellos a los Derechos Humanos. Si no lo hacen en forma de poesía, trocando sus versos en gritos de protesta y denuncia, lo hacen en forma de manifiestos o cartas exclamativas. Su pluma, como su genio, se convierte en una poderosa arma contra los sistemas de poder que, amparados en la ley de la impunidad, avasallan los derechos de los desposeídos. No es casual que en épocas de represión y censura, sean varios los escritores que crean una literatura de denuncia social, reflejando sin disimulos la situación auténtica de las clases marginadas, así como la insolidaridad e insensibilidad de las clases dominantes.

No es extraño que en los países asolados por dictaduras militares o civiles se hayan creado grupos de escritores que, asumiendo su responsabilidad de defensores de la memoria colectiva, rechazaron a los regímenes de facto y defendieron incondicionalmente los sistemas democráticos de consenso como vías más factibles para el desarrollo socioeconómico, la seguridad ciudadana y el libre ejercicio de la libertad de expresión y creación artística.

En Suramérica, por citar un caso, los escritores comprometidos se enfrentaron con la pluma y la palabra contra los regímenes dictatoriales, que transformaron sus países en campos de concentración, donde no era fácil distinguir los gritos de la tortura y la oratoria. Así, a pesar del pánico y el terror sembrado por las fuerzas represivas, los escritores presos y perseguidos no dejaron de testimoniar los acontecimientos de su época, conscientes de que la literatura prohibida y censurada es también una suerte de fuerza oculta, que aun estando en las catacumbas se parece a la semilla, que un día brota a la superficie para dar flores y frutos.

Si bien es cierto que la literatura social no puede transformar por sí sola un sistema político a través de la denuncia de la situación concreta de los oprimidos, es también cierto que la literatura, escrita en lenguaje claro y llano, ayuda a adquirir un compromiso político e intenta conseguir que las gentes sencillas sean conscientes de la opresión; un intento que no siempre es rescatado por quienes están acostumbrados a fijarse más en la forma que en el contenido de la obra.

Comercialismo y alienación

Vivimos en una época en que la moda en la estética o en el estilo de vida, es cada vez más sorprendente para todos, pues la cultura de la evasión de la realidad, a través de la ciencia-ficción conocida con el nombre de “realidad virtual”, hace que los jóvenes piensen más en la ropa de marca que en el arte y que las muchachas inviertan más dinero en píldoras mágicas para adelgazar que en libros. En tales condiciones, pareciera que los grandes ideales de la humanidad, como son la libertad, la justicia social y la democracia han sufrido una derrota transitoria ante la tiranía del mercado impuesto por el sistema imperante, cuya política económica, insensata y sin escrúpulos, ha condenado a la desesperación y la miseria a millones de seres humanos.

A la masiva propaganda de alienación desatada por los poderes de dominación, se suma la crítica de quienes desmerecen todo el valor que encierran las obras del llamado “realismo social”, cuya principal función, además de reflejar la realidad concreta de los desposeídos, es denunciar las injusticias imperantes en el mundo capitalista de hoy. Afortunadamente, los valores éticos y estéticos de las grandes mayorías no siempre coinciden con la opinión subjetiva de los “críticos”. La prueba está en que cuando se le pregunta al lector común quién fue el Premio Nobel de Literatura en 1965, no sabe qué contestar, porque no se acuerda el nombre del autor laureado o, simple y llanamente, porque no le interesa debido a que los gustos literarios no son iguales para todos. Pero cuando al mismo lector se le habla de literatura es muy probable que mencione las obras de los autores de su preferencia, de ésos que, a espaldas de las campañas publicitarias y las empresas editoriales, jamás fueron premiados ni mencionados por los académicos de la literatura. Lo que equivale a decir que no siempre la denominada “buena literatura” es buena para todos; al contrario, existen obras y autores que gozan del beneplácito de los lectores, ya que en la literatura, como en el arte en general, nadie ha escrito sobre gustos.

Aprendizaje y vocación

Para nadie es desconocido que la mayoría de los iniciados en el arte de la palabra escrita expresan sus ideas bajo la sombra de otros escritores cuyos textos están repletos de citas y datos bibliográficos, con los cuales son capaces de crear un clima de encendida polémica; más todavía, tienen a su favor los conocimientos y la virtud de saber defender sus ideas y obras contra viento y marea. Me refiero a esos escritores de fuste que no sólo se diferencian de los autores dados al espectáculo público y las cofradías de salón, sino también de quienes, acostumbrados a festejar sus efímeros triunfos entre bombos y platillos, escriben más por asumir una pose intelectual, que por una verdadera convicción y vocación.

En la literatura, como en las demás manifestaciones culturales, existen individuos dignos de admiración y respeto; primero, porque saben estructurar sus obras con capacidad magistral; y, segundo, porque aprendieron a vivir entregados apasionadamente a su arte, sin que por esto pierdan su sensibilidad humana ni su compromiso social. Por lo demás, la actividad literaria es un largo proceso de aprendizaje que, como cualquier otra profesión, requiere dedicación, disciplina y seriedad, al menos si se abriga la esperanza de crear alguna vez una obra que deje perplejos a los “críticos” y complacidos a los lectores.

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