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21/5/15

La rana del Titicaca

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Por: Víctor Montoya

El mismo día en que Concepción Aruquipa llegó a la ciudad de El Alto, en procura de comprar productos que no habían en su pueblo, recorrió por las calles céntricas de la urbe alteña y, al cruzar por la Plaza del Lustrabotas de la Ceja, próxima a la Alcaldía Quemada, escuchó la voz engolada de un vendedor que decía a pulmón lleno:

– “¡Tómese un vaso de jugo de rana para aumentar su virilidad y fertilidad…!”…

Concepción Aruquipa se detuvo delante de la pequeña caseta, en cuya parte superior pendía un letrero a colores, con la foto de una joven amazónica semi-desnuda, sosteniendo la fruta de noni en una mano y un batracio en la otra, junto a un texto que decía: “El licuado de rana cura todas las enfermedades contra las que se rindió la medicina científica. Es la Viagra andina por excelencia. Un santo remedio para superar la impotencia de los hombres y la infertilidad de las mujeres…”.

Aunque Concepción Aruquipa era una mujer atractiva y estaba en la plenitud de su vida, con ganas de criar a una numerosa prole con la que soñó desde cuando era niña, se dio cuenta de que no ovulaba de manera normal y que, por lo tanto, no podía quedar embarazada; motivo por el que se sometió a varios tratamientos caseros de fertilidad, pero sin lograr que su maduro vientre lograra albergar a un nuevo ser.

La fila para comprar el jugo de rana era más larga que la fila para tomar el teleférico en horas pico, de modo que Concepción Aruquipa tuvo que esperar su turno para ser atendida y poder ingerir el licuado de rana. Estaba consciente de que el brebaje era la última alternativa para quedar embarazada; una bendición de Dios que no la tocó en los diez años de casada, aunque sus relaciones con su marido eran normales y hasta placenteras desde que se prometieron, con la mano en la biblia, ser felices en lo próspero y lo adverso, y se juraron fidelidad hasta que los separe  la muerte
.
El vendedor seguía licuando a las ranas una a una, mientras repetía las mismas frases, una y otra vez, como si llevara una grabadora con parlantes incorporados en el cuerpo:

– “… Las ranas vienen del Titicaca, el lago sagrado de nuestros antepasados. Son animales longevos por naturaleza y tienen poderes curativos. Están asociados con el sol, la luna y el agua, elementos vinculados con los rituales religiosos en nuestras culturas ancestrales…”.

Concepción Aruquipa, bajo un sol que quemaba desde las alturas, avanzó poco a poco hacia la caseta colocada en plena acera de la calle. Cuando estuvo más cerca de su objetivo, se dio cuenta de que, detrás de la caseta, había un local de puertas abiertas, atestado de hombres y mujeres que ingerían el licuado de esos pequeños animales para curarse de alguna enfermedad o cargarse de potencia viril, ya que ese producto natural, al parecer, dejaba a la Viagra por los suelos y era apetecido por los hombres, quienes, según sus propias confesiones, aseveraban que al poco tiempo de vaciarse el “coctel afrodisíaco”, sin respirar ni cerrar los ojos, se sentían como verdaderos sementales a la hora de hacer el amor con sus parejas.

En el fondo del local, de paredes desconchadas y bajo la luz de unas lámparas, se podía apreciar un acuario lleno de agua, donde las ranas se movían como globitos de diversos tamaños y colores. A simple vista, el local presentaba condiciones deplorables de higiene; las moscas revoloteaban sobre las mesas cubiertas con manteles de plástico, las sillas desvencijadas carecían de respaldo y el piso estaba tapizado con escupitajos; lo que hacía suponer que entre las ranas se mimetizaban también algunos sapos.

Mientras el vendedor atendía a los clientes, su colaboradora, una joven de piel pálida y contextura delgada, enseñando una pequeña copa de vino y otra de mediano tamaño, seguía anunciando a voz en cuello:

– “¡Diez bolivianitos nada más por el vaso grande… Pruebe unos sorbos y sabrá que no tiene ningún sabor desagradable… Preparamos a gusto del cliente: sólo de patas, cuero o todo el cuerpo… Si es hombre, con un par de jugos tendrá bastante para ser un semental toda la semana, y si es mujer, aumentará su fertilidad y se comportará como una gata en celo...”.

Concepción Aruquipa se acercó cada vez más a la ventanilla de la caseta, sin dejar de pensar en que el jugo de rana, aunque parecía una pócima de brujería, no tenía nada de magia negra y que, por el contrario, era una bebida que podía resolverle el problema de la infertilidad y convertirla en una mujer fecunda. Pensó que no perdía nada si lo probaba, al menos para despejar las dudas y salir de la curiosidad; al fin y al cabo, estaba seca por dentro, como una cáscara vacía y, a veces, sentí que era una mujer incompleta, debido a que en su comunidad, cercana al Santuario de Copacabana, se respeta mucho más  a una hembra que tenía hijos y marido. No era suficiente con dedicarse a los trabajos del campo, las labores de la casa y la atención del marido y los suegros; era mucho más importante parir y criar hijos. Tampoco faltaban las personas que, a pesar de su belleza, sentían lástima por su situación de mujer sin hijos, pues una esposa estéril estaba considerada como una mujer desgraciada, y no pocas veces escuchó a sus espaldas: “La suerte de la fea, la bonita la desea”.

Cuando estaba enfrente del vendedor, pidió el jugo de rana en la copa más grande, sin dejar de mirar a los animalitos de ojos redondos y prominentes, que estaban en una pecera de agua turbia, moviéndose lentamente, una sobre la otra, como intuyendo su fatal destino.

El vendedor, un hombre de tez morena, mal encarado y de aproximadamente cuarenta años de edad, ni bien escuchó la voz de Concepción Aruquipa, se acercó a la pecera, suspendió las mangas de su camina, metió la mano y atrapó a una de las ranas por las patas traseras. Luego volvió hacia el mostrador de madera maciza, donde estaba la licuadora y los ingredientes para el jugo.

Concepción Aruquipa siguió con la mirada los movimientos del vendedor, quien golpeó la cabeza del animal contra una esquina del mostrador y, mientras el animal patalea todavía, le despellejó como remangando un guante. Luego le abrió la panza con un cuchillo, separó las vísceras y las tiró al tacho de la basura, cortó las extremidades de la rana como descuartizándola y echó los trozos en el fondo de la jarra de vidrio y entre las hélices trituradoras de la licuadora, que contenía medio litro de agua y el resto de los ingredientes: caldo de porotos blancos, miel de abeja, noni, huevos de codorniz, polen, malta y granos de los andes, entre otros.

El jugo estaba listo en poco menos de dos minutos. Tenía un color verdoso y una consistencia gelatinosa, muy parecida a la leche espesa. El vendedor vertió el líquido en la copa y se lo entregó a Concepción Aruquipa, quien,  poniéndole mucha fe en lo que hacía, se la bebió a grandes sorbos, dejando una aureola del espumoso mejunje alrededor de sus labios.

De vuelta a su pueblo, tras realizar las compras en medio de una jungla de tiendas, autos y peatones, no dejaba de pensar en las ranas metidas en los acuarios y la pecera, ni en la forma como eran despellejadas. Sin embargo, no le quedaba más remedio que aceptar esa cruel realidad a cambio de que el licuado surtiera su efecto.

Así fue. A las pocas semanas de haber ingerido el jugo de rana en el mercado de El Alto, se le suspendió la menstruación y quedó embarazada más por obra de la rana que por los esfuerzos de su marido. De cualquier modo, estaba dichosa y agradecida a ese elixir mágico, místico y milagroso, no sólo porque le cumplió el anhelo de ser madre, sino también porque tenía la propiedad de devolverles las esperanzas perdidas a las parejas ansiosas por procrear descendencia.

Concepción Aruquipa, mientras aguardaba el nacimiento de su retoño, se afanó en tejer chambras, p’olq’os  y gorritas de lana de alpaca; en tanto su marido, sin otra ilusión más grande que ser padre primerizo, compró una pequeña cuna y unas sonajeras para distraer a la criatura cada vez que estuviese fatigada.

Así pasaron los días, sin que Concepción Aruquipa tuviera problemas durante el período de gestación, razón por la que no fue a un control médico prenatal, hasta que una mañana, de cielo despejado y calor sofocante, sintió los signos de alumbramiento y empezó a romper aguas; era el séptimo mes de gestación y, en realidad, se trataba de un parto prematuro. Entonces su marido corrió a llamar a la partera, una anciana que era la comadrona y yatiri oficial del pueblo.

Concepción Aruquipa se recostó sobre la sábana tendida en el lecho y empezó a pujar con la asistencia de la partera, quien tenía el agua hervida en un bañador y los paños listos para proceder con el parto. La futura madre reventó en una incontenible hemorragia y de su cuerpo salió una suerte de vapor húmedo que se impregnó en el cuarto. La partera, con un t’inkaso de mal presentimiento en el corazón, avistó la cabecita de la criatura y metió las manos entre las piernas para jalarla hacia afuera, mientras Concepción Aruquipa, echando gotas de sudor por la frente y emitiendo fuertes pujidos de dolor, se quedó exánime y despatarrada en el lecho.

La partera, apenas vio a la niña con la piel rugosa y varias manchas negra-amarillentas en la espalda, constató que la criatura era un presagió de los dioses, pues su cuerpecito tenía aspecto humano, pero su rostro, con ojos saltones, boca ancha, oídos sin pabellones, nuca aplanada y cuello grueso, se asemejaba al de una rana.

De pronto, como si el nacimiento de una  niña con aspecto de rana tuviera poderes místicos y desafiara las leyes de la naturaleza, el día se hizo noche, el cielo se encapotó de nubes que estallaron en estremecedores truenos y los rayos se precipitaron como látigos de fuego, incendiando los montes y cultivos hasta convertirlos en extensos campos calcinados.

Media hora después de ese misterioso suceso, la partera, luego de quemar la placenta y el cordón umbilical en la brasa de la cocina a leña, puso a la criatura sobre el descubierto pecho de su madre, quien, sin poder creer lo que veían sus ojos, entró en un estado de shock, rompió en sollozos y sus gritos se escucharon en todo el pueblo. No podía admitir la idea de que durante meses hubiese tenido a una rana metida en su vientre.

La gente del vecindario, al enterarse de la insólita noticia, se agolpó en la puerta y ventana de la casa, intentando ver a la niña que, en lugar de ser una bebé normal, era un animalito con cara de rana y extremidades terminadas en unos dedos unidos por una membrana interdigital parecida a la de las aves palmípedas.

Algunos de los curiosos, que alcanzaron a ver a la criatura que yacía desnuda al lado de su madre, sintieron náuseas y vomitaron ante la repugnante y perturbadora visión, mientras que otros comentaban que se trataba de un castigo divino, de una hechicería o de un engendro del demonio, pues sólo él podía provocar el nacimiento de un fenómeno natural incubado en el cuerpo de una mujer.

Muchas especulaciones se tejen en torno a la niña rana, por tratarse de un caso jamás visto en un pueblo de poco más de cinco mil habitantes, pero nadie sabía con certeza a qué se debieron las extrañas mutaciones morfológicas en el feto, al margen de que las mal formaciones obedecían a factores ambientales externos, al consumo de ciertos medicamentos tradicionales o, por lo general, a mutaciones misteriosas que se generan en los tres primeros meses del embarazo.

Lo único evidente era que la criatura, que empezó siendo un embrión de renacuajo, adquirió con el tiempo la forma de una rana en el útero de su madre, quien era la única que sospecha cuáles podían ser las posibles causas de su desgracia. Le dio varias vueltas a su cabeza y varias veces pensó en que la única explicación estaba en el jugo de rana, que consumió en la caseta del vendedor que, anunciando en voz alta y seguro de sí mismo, ofrecía este brebaje cerca de la Alcaldía Quemada de la ciudad de El Alto.

A los pocos días de su nacimiento, la niña rana, que lloraba como si croara con desesperación, aprendió a gatear con las extremidades flexionadas, a dar saltos de la cama al piso y del piso a la cama, impulsándose con sus piernas, que eran tan delgaditas como sus antebrazos.

El marido de Concepción Aruquipa, preocupado por la situación de quien creía que era su primogénita, consultó con la misma yatiri que atendió a su esposa el día en que le sobrevino el parto prematuro.

La yatiri, capaz de leer el destino de las personas en las hojas de coca, lo recibió en su casa y, mientras hacía humear  la q’oa sobre las brasas de una hornilla de arcilla, le reveló el secreto que hasta entonces guardó celosamente, confesándole que la criatura fue fecundada por obra y gracia de los dioses de la cosmovisión andina. Así que lo mejor que podían hacer era llevarla al Lago Sagrado de los Incas, donde estaba su hábitat natural y no entre las personas de la comunidad.

Cuando el marido de Concepción Aruquipa le transmitió lo que le dejó dicho la yatiri, no podía darle crédito a sus palabras, se le erizaron los pelos y la piel, reventó en lágrimas y, sobrecogida por el espanto, sintió que el mundo se desmoronaba a su alrededor y hasta quiso huir despavorida, pero su marido la detuvo por las manos y, acogiéndola entre sus brazos, la tranquilizó y consoló con palabras de hondo sentimiento.

–No llores ni te asustes, mi amor –le dijo–. La criatura no es de mal augurio; por el contrario, fue enviada por los dioses ancestrales para salvar a una especie en extinción y cumplir con los deseos de progreso de nuestra comunidad. Además, tienes que sentirte honrada y feliz por ser la mujer a quien los dioses eligieron para fecundar a una niña rana…

A la mañana siguiente, Concepción Aruquipa, a poco de cargarse a la criatura en un aguayo, se marchó junto a su marido rumbo a la Boca del Sapo, una formación rocosa con la forma de anfibio, ubicada en las faldas del cerro Calvario de Copacabana, donde, según cuenta una leyenda aymara, el gigante sapo, luego de salir del lago en una de las épocas de tormenta, fue petrificado por la Virgen. Desde entonces se lo considera una deidad que simboliza la riqueza, el poder, la prosperidad y los buenos augurios; por eso los creyentes le rinden culto y pleitesía, ofrendándole comidas y bebidas que depositan al pie de su rechoncho cuerpo cubierto por mixturas, serpentinas y botellas rotas de aguardiente.

–Por fin estarás feliz en el lago sagrado, sin que nadie te mire con asco ni te maldiga como a un engendro del diablo –lloró Concepción Aruquipa, lanzó un aliviador suspiro, bajo el bulto de su espalda y prosiguió–: Espero que nuestros dioses, lejos de las miradas indiscretas de los curiosos y los comentarios viperinos de las chismosas, te protejan y te tengan siempre en su reino…

La niña rana, que hasta entonces no necesitó la leche materna para sobrevivir, porque le bastaba con tragarse a los bichitos que se metían en la casa y beberse unos sorbos de agua de la batea, avanzó de cuatro hacía las rocas de la orilla, plegó las piernas como resortes y, de un salto alto y largo, se metió en el lago formando anillos en la superficie del agua.

Y mientras desaparecía en las profundidades, nadando, nadando y nadando, Concepción Aruquipa y su marido se fundieron en un abrazo de felicidad, conscientes de que el “jamphatu” (sapo), cada vez que le rindan pleitesía mediante el ritual de ch’alla en ese mismo lugar sagrado, plasmaría sus sueños y deseos; les concedería una dicha eterna, los haría ricos en hijos y prósperos en bienes materiales.

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