Por: Víctor Montoya
Cada vez que se conmemora el Día del Minero Boliviano, instaurado en
memoria a los caídos en la masacre de Catavi, siento desde el fondo de mi alma
la necesidad de rendirles un homenaje personal a los hombres y las mujeres que,
enfrentándose heroicamente a las tropas militares al servicio de los regímenes oligárquicos,
ofrendaron su sangre por una causa justa, por reclamar mejores condiciones
laborales y de vida; una constante del sindicalismo revolucionario que ha dado
magistrales lecciones de dignidad y de lucha.
Ya lo dije en repetidas ocasiones: los mineros han marcado a fuego mi vida
y mi obra literaria. A ellos les debo mi conciencia revolucionaria y les estoy
eternamente agradecido. Ellos fueron los maestros que forjaron mis ideales de
justicia y ellos me enseñaron que la palabra libertad no es un concepto
abstracto, sino un derecho fundamental que se debe conquistar para vivir en una
sociedad más armónica y equitativa, donde todos seamos iguales y nadie sea más
que nadie.
Los mineros, desde que tengo uso de razón, han estado presentes en mi mundo
familiar, en el fondo de mi corazón y han poblado mi mente con sus testimonios
personales, con los cuentos vividos y sufridos al fragor de la miseria, con los
triunfos y las derrotas inherentes a la lucha de clases, donde los proletarios,
armados con los principios ideológicos del socialismo, se constituyeron en la
vanguardia de un pueblo decidido a romper con las cadenas de la opresión
impuestas por el imperialismo y sus cipayos nativos.
En mi infancia, que transcurrió en las poblaciones mineras de Siglo XX y
Llallagua, al norte del departamento de Potosí, me sentí impactado por el
asesinato de mi tío César Lora, acaecido el 29 de julio de 1965, y por la
desaparición de mi vecino Isaac Camacho, en julio de 1967; dos líderes obreros
que fueron víctimas de la CIA y del gobierno dictatorial de René Barrientos
Ortuño. El cobarde asesinato de estos luchadores del sindicalismo nacional, me
enseñó que el camino hacia la libertad estaba sembrado de peligros y que, a
veces, era necesario sacrificar la vida para alcanzar el sueño soñado y abrir
las grandes alamedas de la libertad.
Otro episodio
que gravitó en mi vida de manera decisiva, para que asumiera también como mía
la lucha de los trabajadores, fue la masacre minera de San Juan, acaecida en la
madrugada del 24 de junio de 1967, cuando yo tenía nueve años de edad; una
tragedia que me tocó las fibras más íntimas y me convirtió en uno de sus
testigos. Aún conservo en la memoria, como un recuerdo vivo y fulgurante, los
incidentes de ese despiadado acontecimiento histórico, que comenzó siendo una
fiesta y terminó siendo una tragedia. Las tropas militares hicieron gala de su
brutalidad sanguinaria y las familias mineras lloraron a sus muertos entre
velos teñidos de sangre.
En mi adolescencia he andado y desandado por la pampa María Barzola, unas
veces cuando cruzaba el río por el puente colgante para ir a ver las películas
que exhibían en el Teatro Simón I. Patiño, que el magnate minero hizo construir
con bloques de piedra labrada enfrente del ingenio de
procesamiento de minerales de Catavi; y, otras veces, cuando iba a los balnearios de aguas termales,
donde las familias mineras se daban cita para ingresar al “baño turco”, casi
siempre reservado para los técnicos de la empresa, o al “baño obrero”,
destinado a los trabajadores de bajo rango en la escala laboral.
En el ciclo intermedio Junín, cuyo edificio fue construido cerca de una
enorme cruz plantada en un pedestal de cemento, donde había una lápida en cuyo
epitafio se recordaba a los caídos en la masacre minera de 1942, cursé el
séptimo grado escolar y aprendí a declamar los versos de “El pájaro
revolucionario”, del eximio poeta tarijeño Óscar Alfaro. Años más tarde, cuando
ya estaba metido en los laberintos de la literatura, comprendí que mi maestra
de lenguaje, que puso en nuestras manos las poesías de compromiso social del “poeta
de los niños” por excelencia, estaba también comprometida con la causa de los
desposeídos y que su labor pedagógica, basada en los preceptos educativos de
Paulo Freire, tenía la función de concientizar a los estudiantes por medio de
la palabra escrita, cuya máxima expresión está en los versos capaces de
sintetizar los pensamientos y sentimientos de un pueblo que, entre los flujos y
reflujos de los acontecimientos sociales, lucha por conquistar la libertad y
enarbolar las banderas de la justicia social.
Cuando me hice
dirigente de los estudiantes del Colegio Primero de Mayo, no dudé un solo instante
en que uno de nuestros deberes era apoyar la lucha de los trabajadores mineros,
que en su gran mayoría eran nuestros padres, y actuar mancomunadamente junto a
las valerosas “amas de casa”, que en su gran mayoría eran nuestras madres. Así
aprendí que el sindicalismo revolucionario era la savia que mantenía viva las
esperanzas de construir un mundo diferente al que nos ofrecía el capitalismo
salvaje. Aprendí también mucho de las “amas de casa”, quienes, además de
cumplir con las tareas del hogar, se daban tiempo para participar en la vida
sindical junto a sus hijos y maridos.
Está demostrado
que las mujeres mineras, ya sea como “palliris” o “amas de casa”, fueron el
soporte fundamental de las familias mineras y, por eso mismo, dignas de estar
presentes en las páginas de la historia nacional, no sólo porque supieron dar su vida para evitar que sus hijos
se murieran de hambre, sino también porque tuvieron el coraje
de convertirse de “amas de casa” en “armas de casa”, como María Barzola y
Domitila Barrios de Chungara, quienes, además de “palliris”, fueron hijas,
esposas, madres, hermanas y grandes luchadoras sociales.
Muchas
de estas “palliris”, organizadas gracias al impulso del Comité de Amas de Casa,
tuvieron un papel determinante en los numerosos conflictos registrados en la
historia del movimiento obrero boliviano. La de mayor envergadura fue cuando
cuatro mujeres del distrito minero de Siglo XX -Luzmila Rojas de Pimentel,
Angélica Romero de Flores, Nelly Colque de Paniagua y Aurora Villarroel de
Lora- decidieron declararse, junto a sus 14 hijos menores de edad, en huelga de
hambre en los locales del arzobispado de La Paz, el 28 de diciembre de
1977; una época en que los militares no
dudaban en meter bala contra sus opositores políticos. Y aunque el gobierno no
cesaba de calificar a las dirigentes de las “amas de casa” de “subversivas” y
“sirvientas de los intereses foráneos del comunismo internacional”, el piquete
de huelga, al que se sumó tres días después doña Domitila Barrios de Chungara,
fue creciendo y creciendo como la espuma, porque aquella protesta, que
iniciaron cuatro valerosas mujeres mineras, a los 22 días de resistencia,
contaba ya con alrededor de 1.500 huelguistas a nivel nacional, quienes
cerraron filas en torno a un pliego de peticiones, sintetizado en cuatro puntos
fundamentales: 1) Amnistía General para todos los presos y exiliados por
razones políticas; 2) La reincorporación de los obreros despedidos a sus
fuentes de trabajo; 3) La derogación del decreto que prohibía las
organizaciones sindicales; 4) La derogación del decreto que declaraba las minas
"zona militar" (presencia permanente del ejército).
La
huelga culminó el 19 de enero de 1978, cuando el dictador Hugo Banzer Suárez
mascó el polvo de su derrota, declarando amnistía irrestricta y
comprometiéndose a convocar a elecciones generales; una conquista que logró la
recuperación de la democracia y encendió la chispa de una movilización social
que puso fin a una de las etapas más sombrías de la vida republicana de
Bolivia. La victoria de este
acontecimiento histórico confirmó que la aguerrida lucha de las mujeres de las
minas pudo más contra una dictadura que todas las organizaciones sindicales y
partidos políticos juntos. ¡Toda una lección de dignidad y coraje!
A mediados de
los años 70, en plena dictadura militar, compartí la resistencia organizada
junto a los dirigentes del sindicato de trabajadores mineros de Siglo XX,
quienes me enseñaron en la práctica -con su moral de lucha, su convicción
ideológica y su estoicismo inquebrantable ante las adversidades- que no se debe
claudicar antes de haber librado la batalla.
No cabe duda de que en las aulas del ciclo intermedio Junín, ubicado en la
pampa donde cayó María Barzola envuelta en una bandera tricolor y bajo una
lluvia de balas, y donde se firmó el Decreto de Nacionalización de las Minas el
31 de octubre de 1952, nació mi interés por cultivar la literatura de ámbito
minero, convencido de que la literatura tenía la fuerza de reflejar, con
mayores o menores aciertos, la realidad social y el realismo fantástico de un
mundo lleno de socavones y topos humanos, donde las epopeyas de las luchas
sociales se amalgamaban con los mitos y las leyendas de la tradición oral.
Las consejas mineras, que escuché desde niño en boca de mi abuelo y otros parientes que
fueron mineros toda su vida, estimularon mi fantasía y mi
interés por narrar historias en torno a la imagen mitológica del Tío, que representa
el mestizaje cultural y el sincretismo religioso entre las creencias paganas
ancestrales y la religión católica impuesta por los conquistadores. El Tío, tanto en el imaginario popular
como en mis textos literarios, es el amo de los mineros y el guardián protector
de las riquezas minerales. Es dios y diablo en la cosmovisión andina, una
auténtica deidad en la que depositan sus esperanzas los trabajadores del
subsuelo, quienes le temen con cariño y le rinden pleitesía ofrendándole
cigarrillos, hojas de coca y botellas de aguardiente.
Está claro que tuve la suerte de haber vivido
en un población minera, donde los indígenas se proletarizaron a fines del siglo
XIX, tras el descubrimiento de las vetas de estaño en las serranías del norte
de Potosí y la creación de la gran industria minera, que requirió de una enorme
cantidad de fuerza de trabajo, como toda empresa basada en un sistema de
explotación capitalista en la extracción de los minerales desde los
yacimientos subterráneos. De
modo que los indígenas, que emigraron hacia los centros mineros, llevaron
consigo las costumbres ancestrales y la creencia de que el vientre de la
Pachamama estaba poblado por dioses subterráneos.
Así es como su
mentalidad, proclives a las supersticiones, les permitió fantasear y crear una
serie de consejas en torno a la mitología del Tío, considerado un ser temerario
que habita en el interior de la mina y que forma parte de la cosmovisión
andina, desde mucho antes de que los indígenas fueran convertidos en “mitayos”
por los virreyes de la corona española, una vez que el indio Diego Huallpa avistó
el brillante hilo de plata en la ladera del Cerro Rico de Potosí, donde los
atributos característicos del Tío, al menos según las referencias
proporcionadas por los mitos y las leyendas provenientes de las culturas
ancestrales, se amalgamaron con las concepciones religiosas que arribaron en
las carabelas de los conquistadores durante el descubrimiento del llamado
“Nuevo Mundo”.
La mina, en mi
vida y mi obra, se convirtió en una metáfora perfecta del mundo mágico de la
cordillera Andina, porque en ese ámbito, cerca del cielo y lejos de las grandes
urbes, nacieron los temas y personajes de mis cuentos y novelas, aparte de que
mi contacto con los mineros y sus luchas sociales formaron mi personalidad y
alentaron mis ilusiones literarias. A veces, cuando escribo mis cuentos, con
descripciones telúricas y frases propias del lenguaje minero, tengo la
sensación de estar delirando con los ojos abiertos, como si delante de mí
tuviera una escena llena de personajes que requieren de mi presencia, de mi
participación activa en el drama que los envuelve en un manto de tragedias pero
también de esperanzas.
Por todo lo mencionado, y en conmemoración a los caídos en la masacre del
21 de diciembre de 1942, rindo siempre mi más ferviente homenaje a los mineros
bolivianos y espero que mi modesta obra literaria sea el mejor tributo a su
memoria histórica. Por eso escribo sobre la temática obrera y sus asuntos, con
un deseo y sentimiento que nacen desde lo más profundo de mi corazón, pues todo
lo que sé, como ya se los manifesté, se lo debo a los trabajadores mineros de
Bolivia.
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