Por: Víctor
Montoya
Tal como me
contaron se los cuento. Este increíble episodio de la mitología andina sucedió
en una de las minas del altiplano, cerca del cielo y lejos del mar, donde una
llama blanca, convertida en una monstruosa bestia, aparecía y desaparecía en
las tenebrosas galerías.
Todo comenzó
cuando los mineros, que trabajaban en un paraje rico en yacimientos de estaño, se
dieron cuenta de que la rendición de la veta estaba por los suelos. Y, siempre
que esto ocurría, era debido a que el Tío estaba sediento y hambriento. Si hasta
entonces no se produjo un derrumbe, ni se lamentó la muerte de uno de ellos,
era porque el Tío sabía que los mineros, tarde o temprano, estaban obligados a cumplirle
con la wilancha*, ese ritual en el que
se sacrificaban animales y se preparaban ofrendas en su honor. Era la única
manera de satisfacer, en absoluta reciprocidad, las necesidades de ambas partes.
Los mineros le entregaban ofrendas y el Tío les entregaba los filones de
mineral.
Los obreros
del subsuelo intuyeron también que, para recuperar las vetas que se esfumaron
delante de sus ojos, el soberano de los socavones no se
conformaría sólo con un gallo ni una oveja, sino con una llama blanca, ese camélido
que los
indígenas domesticaron desde la época del incario para usarla como animal de
carga, aparte de que daba otros beneficios: con su carne se hacía ch’arki, con su piel se curtían cueros,
con su lana se tejían ropas, con sus tripas se hacían cuerdas y tambores. De la
llama no se desperdiciaba nada, ni siquiera su bosta, que se usaba como abono y
combustible.
El día
previsto para la realización de la wilancha,
como cada primero de agosto de cada año, los mineros se congregaron en la
bocamina al rayar el alba, junto a un grupo de zampoñeros y tamboreros, más un yatiri especializado en ejecutar
rituales de agradecimiento a las divinidades del cielo, la tierra y el
subsuelo.
La ceremonia
empezaría con la quema de la q’oa y
culminaría con el sacrificio de una llama blanca, cuya sangre derramada sería entregada
como ofrenda no sólo al Tío, sino también a la Pachamama, a quienes les
suplicarían que no hayan desgracias en la mina y, sobre
todo, que hagan reaparecer las vetas que desaparecieron de un día para otro.
Dos de los mineros, que estaban
encargados de comprar la llama, fueron los últimos en llegar a la bocamina, conduciendo
al animal con una soga atada al pescuezo. Sus compañeros les dieron la
bienvenida y se regocijaron al ver que la llama tenía más de dos metros de altura, abundante lana
blanca, orejas levantadas, pestañas largas y pezuñas hendidas como las del Tío.
Cuando el
grupo de hombres se movilizó hacía el umbral de la bocamina, la llama clavó sus
pezuñas en la tierra y no quiso moverse, como intuyendo que en el interior de
la montaña le esperaba un destino fatal. Los mineros, decididos a efectuar la wilancha, la empujaron por todos lados,
pero la llama se resistió, sacudió el pescuezo de un lado a otro, disparó
patadas con las extremidades posteriores y agitó la cola como un borlo de algodón.
Los
mineros no se dieron por vencidos y siguieron empujándola, hasta que el animal
se tumbó en el suelo y, a modo de defenderse y demostrar su instinto de
agresión, escupió, silbó y volvió a escupir. Pero la fuerza bruta de los hombres pudo más; la levantaron a la
señal de tres y la arrearon por las oscuras galerías, hasta llegar al paraje
donde debía ser sacrificada para saciar la sed y el hambre del Tío.
Mientras unos encendían la hoguera
para quemar la q’oa y,
posteriormente, asar la carne; otros se ocupaban de suministrarle coca y
alcohol a la llama, que no dejaba de echar espuma por el belfo ni dejaba de
mirarle al yatiri, quien, además de tener el labio leporino y
seis dedos en la mano, había llegado al mundo con los pies por delante; una
peculiaridad que, según los ancianos de su ayllu,
lo convertía en un ser que atesoraba el don de ponerse en contacto con las
deidades, leer los pensamientos de la gente y ahuyentar los malos augurios con
un simple soplido.
Los
trabajadores del subsuelo, creyentes de las tradiciones y
rituales ancestrales, se acercaron a la llama y, pronunciando sus deseos en voz
baja, le amarraron pedazos de lana roja en su cuerpo, mientras el yatiri preparaba la mesa blanca para convidar,
mediante la q’oa y la ch’alla, alimentos sólidos y líquidos a los
seres tutelares de la cosmovisión andina.
La llama empezó a embriagarse y el yatiri, ataviado con poncho, sombrero, pantalón de
bayeta, abarcas de goma y ch’uspa colgada
del cuello, empezó a quemar la q’oa en
la hoguera, mascullando palabras que apenas se escuchaban entre sus dientes
enverdecidos por el pijcheo.
Cuando la q’oa se trocó en humo y la mesa blanca fue
compartida con el Tío y la Pachamama, el yatiri
procedió a la ch’alla de rigor;
destapó una botella y roció su contenido en derredor. A continuación, con la
botella de alcohol todavía en la mano, miró a los hombres que estaban cerca de
la crepitante hoguera y dijo: “¡Ahora es cuando!”.
Entonces el minero más viejo, empuñando un chuchillo
de varias pulgadas, se acercó a la llama, inmovilizada por sus compañeros, y la
degolló de un solo tajo. La llama volteó los ojos, sacó la lengua y cayó de
rodillas, con una profunda herida abierta cerca de la mandíbula, de donde todos
recibieron la sangre en recipientes de aluminio.
Los
músicos tocaron una diana con sus instrumentos de viento, mientras los mineros y
el yatiri regaban la sangre en los cuatro puntos cardinales del paraje y en las rocas
del rajo, suplicándoles a la Pachamama y al Tío que, ahora que les dieron mucho
de beber y comer, no les causen accidentes, enfermedades ni muerte. Y, lo más
importante, que hagan reaparecer las vetas en el tope del rajo, donde tenían
depositadas todas sus esperanzas.
El minero más viejo, el mismo que
fue el encargado de degollar a la llama, arrojó el cuchillo a un lado, se puso
de cuclillas, metió su mano en el pecho abierto del animal y le arrancó el
corazón de cuajo. Luego lo puso en las manos del yatiri para que lo enterrara, todavía caliente y palpitante, en un
sitio cercano a la estatuilla del Tío.
Los músicos hicieron tañer sus instrumentos
y, al ritmo de una música autóctona, festejaron la ceremonia de la wilancha, al mismo tiempo que los
mineros, entonados por los efectos del alcohol y las mejillas infladas por la
bola de coca, se abrazaron efusivamente, augurándose parabienes y repitiendo
una misma frase: “¡Que sea en hora buena, hermanito!”
En el punto más alto de la
ceremonia, el yatiri, limpiándose la
sangre de sus manos en el poncho, ordenó carnear al animal para echarlo sobre
la hoguera encendida con anterioridad para quemar la q’oa. Los mineros, prestos a compartir el k’araku con la Pachamama y el Tío, echaron los trozos de carne sobre
las incandescentes brasas, sin dejar de consumir coca, cigarrillos y
aguardiente.
El yatiri enterró los huesos y las vísceras
de la llama en un profundo hueco del paraje, convencido de que eran las partes
más apetecidas por el Tío, quien no se quedaba satisfecho sólo con las carnes
ni se conformaba con las migajas que le arrojaban algunos usureros que, en
lugar de ganar más dinero, perdían la vida en un accidente trágico provocado
por la furia y venganza del Tío.
Al concluir
la ceremonia de la wilancha, los
mineros y el yatiri abandonaron la
mina, bailando como comparsa al ritmo de zampoñas
y tambores. No cabía duda de que estaban contentos de haber cumplido con las
exigencias de la Pachamama y el Tío, a cambio de que ellos les concedan
prosperidad y les muestren los escondidos filones de mineral.
Dos días más tarde, cuando retornaron a su puesto de
trabajo, constataron que las vetas aparecieron como por milagro y que la wilancha no fue en vano. La alegría no
tuvo límites y la ambición de ganar mucho dinero colmó sus mentes y corazones,
hasta que, de pronto, oyeron unos ruidos parecidos al galope de un caballo.
Nadie supo de qué se trataba y, aunque la duda les daba
vueltas en la cabeza, siguieron avanzando en la explotación del rajo para
extraer el estaño que, como nunca, estaba libre de aleaciones; vale decir, era
tan puro que no necesitaba pasar por la planta de concentración antes de ser
transportada a la fundición de minerales.
Los mineros gozaban de una bonanza económica y el
paraje, en el cual se realizó el ritual de la wilancha, se convirtió en uno de los más envidiados de la mina. No
obstante, lo que nadie sospechaba es que en esa misma galería, de donde se extraían
ingentes toneladas de estaño, se apareció una monstruosa bestia, cuya
vitalidad, velocidad y aspecto eran semejantes al de los camélidos salvajes de
la puna.
Un día, los mineros vieron al cuadrúpedo, que apareció
a galope desde el fondo de la oscura galería y cruzó por el paraje rumbo a la
bocamina, soplándoles como un viento en remolino. La bestia echaba fuego por
los ojos y las fauces; tenía las orejas como cuernos, el cuerpo como témpano de
hielo, la cola como látigo de neón y corría con la rapidez de un guanaco espantado
por el tiro de una escopeta.
Los mineros,
como es de imaginar, se quedaron opas y llenos de pavor. Nunca vieron a una bestia
atravesando las galerías al galope y echando lumbres a su paso. La única
explicación posible era que el Tío, el mismo día en que se realizó la ceremonia
de la wilancha, se encarnó en la
llama destinada al sacrificio, pero conservando sus inmortales atributos de
diablo.
Para los testigos de este increíble episodio, acaecido
hace muchísimos años en una mina de la cordillera andina, estaba claro que la
intención de Tío, aparte de sembrar el miedo entre quienes no cumplían con la
promesa de tributarle con la wilancha,
era reafirmar su dominio sobre las riquezas minerales y demostrar que sus
poderes sobrenaturales eran capaces de convertirlo en una especie de híbrido
entre una criatura de Dios y un esperpento salido de los sótanos del infierno.
Glosario
Akulliku: Bola de hojas de
coca que se masca para extraer su jugo estimulante.
Ayllu: Comunidad
indígena. Estructura básica de la sociedad aymara.
Ch’allar: Celebrar un acontecimiento rociando al suelo con alcohol,
chicha o cerveza.
Ch'arki: Carne deshidratada que se cubre con sal y
se seca al sol.
Ch’uspa: Bolsa pequeña
para llevar coca, cigarrillos y otros.
K’araku: Ofrenda
de la carne y el corazón de los animales sacrificados en agradecimiento a las
divinidades andinas, especialmente al Tío y la Pachamama.
Pijcheo: Masticación de
hojas de coca.
Q’oa:
Planta silvestre de la cordillera andina, que se usa en los sahumerios como
parte de las ofrendas a la madre tierra y otros seres tutelares.
Wilancha: Sacrificio de sangre en honor a
las deidades en la cosmovisión andina.
Yatiri: Sabio, sacerdote, curandero y consejero
de la comunidad andina. Posee dotes excepcionales y es experto en varias artes,
entre ellas la adivinación mediante hojas de coca y en la medicina tradicional.
0 opiniones importantes.:
Publicar un comentario