Por: Víctor Montoya
Emilio Negrón Degollado, abogado corrupto y mujeriego,
cumplía la función de empleado público en el Ministerio de Justicia, donde
ingresó a trabajar, por muñeca e influencia política, el mismo año en que
egresó de la Facultad de Derecho, luciendo un anillo de oro y un diploma de
Doctor en Jurisprudencia.
Era un hombre de refinados modales y atractiva
presencia. No se sabía mucho de su pasado, pero sí el hecho de que se crió en
un orfanato administrado por unas monjitas piadosas y que después estudió en un
colegio vespertino, donde sacó su bachillerato con muchísimo esfuerzo,
estudiando por las noches y trabajando de día como ayudante de albañilería.
Cuando ingresó a la universidad, con la arrogante obsesión
de que algún día lo llamaran Doctor,
se destacó como el mejor estudiante de su Facultad y como un mujeriego a carta
cabal, hasta que por fin culminó sus estudios con un puntaje sobresaliente, que
no sólo le ganó el respeto de los docentes, sino también la admiración de sus
compañeros de graduación.
Al poco tiempo de estar trabajando en el Ministerio de
Justicia, con un salario que le permitía darse extravagantes gustitos, se
enroló en un grupo de jueces que lo condujeron por el camino de la perdición,
pues su ética profesional se desmoronó como un castillo de naipes, apenas se
vio envuelto en una trama de corrupción, como quien se mete, sin quererlo ni
saberlo, en una suerte de callejón sin salida.
Una vez que formó parte del engranaje de la justicia injusta, hecha a golpes de
soborno, chapucería y prevaricato, se dedicó a extorsionar a sus clientes más
adinerados, siempre en contra de los litigantes de bajos recursos y a favor de
los demandados que le pasaban fajos de billetes por debajo de la mesa.
El dinero que acumuló entre soborno y soborno, le
sirvió para comprarse una lujosa casa y gozar de los privilegios reservados
sólo para las familias de la alta sociedad; pero no conforme con esto, Emilio
Negrón Degollado se dedicó a lavar los dólares del narcotráfico y a cubrir con
una cortina de humo la burocracia y corrupción en las altas esferas de
gobierno.
Con tantos privilegios que rodeaban su vida de
soltero, y aunque no era enredador ni parlanchín como el resto de sus colegas,
no tardó en enamorarse de la mujer más bonita que había visto nunca; una hijita
de familia y de despampanante figura, pero como él no estaba satisfecho con una
sola mujer, tenía también otras que habitaban bajo el mismo techo y compartían
el mismo lecho.
Así vivió por mucho tiempo, contento y complacido con
su vida profesional, hasta que un día, a poco de cumplir los cuarenta años de
edad, se anotició de que uno de sus exclientes, a quien le hizo perder un
litigio judicial a cambio de una coima que recibió de parte de la demandada, lo
andaba buscando para matarlo con sus propias manos.
Emilio Negrón Degollado, aunque no guardaba en su
interior ni una gota de odio, se puso a buen recaudo. Dejó de asistir al
trabajo y dejó de salir de su casa. Pensó, en principio, que el tiempo lo
remediaría todo, pero no fue así. De modo que se dio cuenta de que nada
cambiaría el ritmo monótono de su vida que, aparte de ser rutinaria como la de
un animal enjaulado, no tenía ningún sentido ni era espectacular como antes.
Las mujeres que compartían su vida, al verlo nervioso
y preocupado como nunca, hacía mucho que sospechaban la verdadera razón de su
encierro, pero prefirieron mantenerse con la boca cerrada para no importunarlo
ni meter la pata en un asunto que no era de su entera incumbencia; mas no
dejaban de preguntarse cuál era el miedo que le tenía a un pobre hombre que
perdió un pleito y que, una vez que cumplió su condena en la cárcel, prometió
vengarse de quien, en lugar de defender su causa ante los tribunales, lo
traicionó como Judas por un fajo de billetes.
La vida de Emilio Negrón Degollado, que cambió de un
día para otro, se hacía cada vez peor no sólo porque perdió a sus amantes, una
a una, sino también porque aprendió a dormir con un ojo abierto y una mano
puesta en una pistola Magnum capaz de atravesar un muro de concreto, por si
acaso se le aparecía el excliente que una vez solicitó sus consejos jurídicos y
le encomendó el asesoramiento en la disputa de un juicio legal que debía seguir
contra su exesposa, sin sospechar que se trataba de un tinterillo corrupto y
sobornable.
Estaba claro que los pleitos que atendió, bajo cohecho
y en contra de lo establecido por las leyes, se trocaron en una conducta que le
cambió la vida para siempre. Algunas veces, cuando estaba solo, deambulaba por
la casa como un sonámbulo y, otras, cuando estaba en compañía de algunos de sus
colegas, le venía una catarata verbal incoherente e impropia en un hombre a
quienes todos tenían como a un abogado de aguda inteligencia y lenguaje
cauteloso y medido.
Su situación emocional llegó a extremos lamentables,
cuando se acostumbró al silencio de la soledad y a la idea de que su carrera
profesional, que exhibía un delictuoso prontuario de corrupción y
prevaricación, había llegado al final por la maldita suerte de haberse enrolado
en un grupo de jueces comprometidos con los actos ilícitos de algunas
autoridades de gobierno y las principales actividades del crimen organizado.
Así fue como una noche, mientras dormía con el cuerpo
abotargado por las botellas de whisky que consumía copiosamente, con el fin de
arrancarse los miedos instalados en su cuerpo y alivianar las culpas que le
pesaban como rocas en la conciencia, se vio en la pesadilla cayendo en una fosa
llena de lodo y fuego, como si una enorme mano lo arrastrara hacia el
inframundo a través de un túnel que, de pronto, se abrió como un embudo en la
faz de la tierra.
Parecía estar viajando en la eterna noche y, con una
sensación que se experimenta sólo cuando se está al borde del abismo, vio
delante de sus ojos una luz al rojo vivo, más candente que la brasa y más
brillante que una estrella. Sabía, por las referencias bíblicas puestas en boca
de un cura fanático, que los humanos que entraban en ese reino no volvían a
salir con vida, porque tenían sólo un pasaje de ida pero no de vuelta.
¿Qué me está pasando?, se preguntaba Emilio
Negrón Degollado en plena pesadilla, sin dejar de pensar en que la muerte es un
horrible suceso para quienes pecaron en vida. ¿Por qué me castigan de esta cruel manera?, volvió a preguntarse
como quien no mata ni una mosca; pero una voz, alzándose desde su interior, le
contestó: Porque eres corrupto y
transgresor, porque le quitas la venda a la Justicia y usas su balanza en
beneficio propio; por eso estás sentenciado a purgar tus pecados entre las
bestias del infierno, allí donde las almas perdidas sufren, sin perdón ni
piedad, los siete tormentos en cuerpo y alma…
Poco después, encontrándose ya en la antesala del
infierno, fue deslumbrado por el intenso resplandor de una tenebrosa recámara
de fuego, habitada por monstruos feroces, con cuerpos de reptiles y cabezas de
humanos. Ellos infligían a las almas condenadas los castigos más despiadados
que imaginarse pueda. En el trasfondo de la recámara había otros esperpentos
que, batiendo alas y colas, revoloteaban en un raudo alborotar, como una
colonia de murciélagos espantados por otras abominables criaturas que,
convertidas en animales rastreros, parecían las serpientes horripilantes y
venenosas de las Gorgonas.
Emilio Negrón Degollado, con el ánima que abandonó su
cuerpo durante el trance de la pesadilla, se enfrentó a un mundo donde los
condenados padecían una muerte atroz, soportando una tormenta de fuego entre
alaridos de dolor y crujir de dientes. A lo lejos, como en un abismo sin fondo
y donde el fuego ardía vivamente, estaban las almas que, desprovistas de toda
presencia divina, quedaron olvidadas, tragadas por el tiempo, sin más consuelo
que vagar como fantasmas sombríos de un lado a otro, sin conciencia ni
voluntad.
Mientras seguía cayendo con la velocidad de una piedra
lanzada en el vacío, escuchaba a los
condenados gimiendo de desesperación y llamándole a gritos, hasta que el llanto
de un bebé perforó sus oídos y un gato negro, que tenía los pelos como cerdas
de puercoespín y la cola larga como la de un caballo, lanzó un maullido y cruzó
por sus ojos con la velocidad de una jabalina.
La enorme fosa infernal estaba a punto de engullírselo
para siempre, pero, en el último instante, una fuerza misteriosa lo detuvo
abruptamente, como deteniéndolo con una valla llena de pulidas púas. Fue
entonces que reaccionó de golpe y advirtió que estaba en el mismísimo reino de
Satanás, el ser más temido que la muerte, el amo despiadado de las almas
condenadas, el señor del inframundo y las tinieblas. Lo vio sentado en su trono
de piedras preciosas, con una corona engastada en pedrería y desprendiendo
lumbres por su traje de luces. Alrededor de su trono, en actitud de sumisa
veneración, habían mujeres desnudas, con los senos colgados hasta la cintura y
las lenguas largas como colas de saurios. Lo extraño de esta visión
fantasmagórica era que las diablesas tenían las mismas caras y los mismos
cuerpos de las amantes que lo acompañaron en su vida de mujeriego.
Emilio Negrón Degollado, que quedó levitando en el
vacío, en medio del reino de Satanás, sintió un insoportable ardor en el
cuerpo, como si lo azotaran los látigos de un huracán de fuego. Y allí donde
ponía la mirada, no veía más que a los guardianes de las mazmorras del
infierno, quienes, con cuernos en la frente y tridentes en la mano, giraban
como niños traviesos en un carrusel, montados en carretas tiradas por veloces
caballos negros.
Emilio Negrón Degollado se encontraba en el mismísimo
vientre del inframundo, donde experimentó un vuelco en su conciencia,
prometiéndose a sí mismo no volver a incurrir en la corrupción de la justicia
humana. Entonces, ahí nomás, se hizo testigo de una horrible experiencia que lo
dejó atónito: una víbora, más gruesa que una longaniza y más larga que una
corbata, salió por su ano y, reptando entre sus adormecidas piernas, huyó ante
su mirada absorta, mientras su corazón bombea la sangre como un volcán en erupción,
obstruyéndole la respiración y golpeándole el pecho: ¡Boom, boom, boom!...
Luego se dio cuenta de que Satanás no estaba aún
dispuesto a recibirlo en su reino, pues no le dirigió la mirada y mucho menos
la palabra, así es que decidió retornar al mundo de los vivos, convertido en un
profesional honesto y convencido de que no sería el mismo Emilio Negrón
Degollado, el abogado ruin que en la pesadilla se precipitó en las cavernas del
infierno, donde vio que los abogados y jueces corruptos, condenados por su
propia conciencia, vagaban por túneles de fuego y azufre, como sombras sin
destino ni oficio.
Luego ascendió hacia la vida, con los brazos
extendidos como alas de pájaro y la mente atrapada por la desesperación de un
náufrago que busca ganar la superficie, donde pueda respirar a pulmón lleno y
ver el sol navegando en las alturas. De súbito, todavía presa del pánico, lanzó
un chillido y despertó de la angustiosa pesadilla, que parecía haberse
prolongado toda la noche, hasta que lo despertaron los primeros resplandores
del alba.
Emilio Negrón Degollado había retornado a la vida,
luego de haber visitado el infierno, para poder hablar al género humano sobre
esto y dar testimonio de su experiencia. Contarles que mientras caía a pique en
un fondo sin fondo, sentía cómo la vida se le escapaba del cuerpo y cómo sus
pensamientos flotaban como globos alrededor de sus ojos. No había remedio que
valga para los jueces y abogados corruptos, cuyas sórdidas vidas terminaban en
un pozo en llamas, callejones de tormento y catacumbas de tortura, en los que
cada tipo de agonía se diferenciaba según el grado de la condena.
En resumidas cuentas, recién comprendió que el
infierno formaba parte, junto con el cielo y el purgatorio, de las opciones que
nos deparaba la otra vida y que la mayoría de los espíritus que entraban allí,
como muchos de sus colegas de cuello blanco, corbata y levita, eran personas
que habían cometido delitos de diversa naturaleza y variado calibre.
No cabía duda de que Emilio Negrón Degollado, además
de haberse llevado un susto del tamaño de la muerte, aprendió la mejor lección
de su vida; por eso la mañana en que despertó de la pesadilla, con una angustia
que le oprimía el pecho, decidió dejar de ser abogado del diablo y renunciar a
su cargo en el Ministerio de Justicia, para luego dedicarse a trabajar como
abogado de oficio, defendiendo las causas de los más pobres y necesitados. De
nada le sirvió haber causado irreparables daños entre quienes acudieron a sus
servicios, sólo por haberse dejado ganar por el hechizo del maldito dinero, que
le sirvió un tiempo para vivir a cuerpo de rey, pero con la conciencia de haber
actuado sin fe ni dignidad en todos los procesos a su cargo.
Ah, y si ahora los lectores se preguntan: ¿Y qué pasó
con el hombre que prometió matarlo con sus propias manos?
La respuesta es única y concluyente: ésa es otra
historia, que se las contaré otro día, con pelos, señales y todo.
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